• Morir dando vida

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    19 de mayo de 2024 – Pentecostés

    Aunque parezca que la Iglesia sigue estancada, este período entre la primera sesión de la Asamblea Sinodal de octubre pasado y la nueva sesión del próximo octubre, ha sido un tiempo de fermentación y germinación. La Iglesia es reunión de los convocados por el Espíritu de Dios que supera las barreras artificiales establecidas por los hombres y nos invita a salir de nuestros confinamientos. Mucho antes de que llegara la actual globalización, la Iglesia era ya católica, es decir, universal, siempre en salida hacia los más pobres. Esa es su vocación y la pandemia ha acentuado la necesidad de su misión en este mundo enfermo. Sin duda que el Espíritu sopla también fuera de la Iglesia y pone en el corazón de todas las personas de buena voluntad el deseo de la fraternidad, de la solidaridad y de la reconciliación. De esa manera  nuevos gestos evangélicos actualizan la vida de Jesús de Nazaret.

    En la fiesta de Pentecostés celebramos el cumpleaños de la Iglesia que nació un día como hoy hace casi dos mil años. A pesar de tantos años, la Iglesia se mantiene joven gracias al Espíritu que recibió y le dio vida en aquel Pentecostés. La Iglesia nació precisamente cuando los discípulos tuvieron el valor de ser una comunidad en salida de la sala donde estaban encerrados y empezar a hablar en la plaza pública donde se encuentran las personas. El Espíritu dio fuerza a los apóstoles, que estaban encerrados en casa por miedo a los judíos, para salir a las plazas a dar testimonio de Jesús (Hech 2,1-11). Todos somos, como dice el papa, discípulos misioneros.

    Y es que la Iglesia no existe en sí misma y luego sale a evangelizar. La Iglesia es convocación de gentes. Sólo existe proclamando el evangelio que reúne a los pueblos para preparar la llegada del Reino. Es el Espíritu el que abre el corazón y los oídos de las personas para entender en su propia lengua las maravillas de Dios. Es decir, el Espíritu reúne la Iglesia, dándole unidad en la diversidad, para poder ser testigo ante todos los pueblos (1 Cor 12,3-7.12-13). Es el Espíritu el que pone en el corazón de los pueblos la búsqueda de la unidad, de la justicia y de la paz. Por eso la Iglesia no puede desentenderse de los grandes problemas que afectan al hombre y a la sociedad de nuestro tiempo.

    La Iglesia está redescubriendo su misión de sacramento de perdón (Jn 20,19-23). Es mucho más que el sacramento de la confesión. El papa Francisco ha insistido en la necesidad de la ternura en la manera de caminar con el hombre moderno. Dios no condena sino que perdona e invita a todos los hombres a reconciliarse con él y entre ellos. Los cristianos tenemos que testimoniar que hemos sido perdonados y salvados y queremos colaborar con los demás hombres a salvar el mundo.

    El Espíritu no es monopolio de la Iglesia. Aunque tiene su morada en ella, su acción se ejerce en todos, en el mundo y en la historia. Es el Espíritu el que mantiene la historia en movimiento y en la insatisfacción para buscar siempre nuevas metas para los hombres. La realidad, en que vivimos, continúa siendo insatisfactoria. El Espíritu aviva en nosotros la esperanza de que las cosas pueden cambiar si colaboramos todos a que ese cambio se realice. El Espíritu tiene el poder de tocar el corazón de los hombres para que estos cambien y se abran a los verdaderos valores del evangelio que pueden ayudar a la construcción de una civilización del amor. La búsqueda de una cultura del consumo lleva a situaciones sin salidas. Tan sólo un grupo de privilegiados puede gozar de la abundancia mientras la mitad de la población, incluso de los países considerados ricos, tiene que contentarse con las rebajas y los saldos.

    El Espíritu es el gran protagonista en la celebración de la eucaristía. Es Él el que con su fuerza transforma nuestras pobres ofrendas del pan y del vino en cuerpo y sangre de Cristo. Dejémosle actuar en nuestras vidas para que seamos transformados en Cristo y así podamos hacerlo presente en nuestro mundo


  • Dios envió a su Hijo para salvar el mundo

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    10 de marzo de 20214- Cuarto Domingo de Cuaresma

    La pandemia nos ha hecho conscientes de nuestra vulnerabilidad, de nuestra vida amenazada. Algunos la han visto como un castigo de Dios, otros como una revancha de la tierra por la manera como la tratamos. Algunos creen ingenuamente que basta llegar a un millón de Avemarías y la Virgen haría el milagro. Para otros es irrefutable que estamos dejados de la mano de Dios o que simplemente Dios no existe. Desgraciadamente la catequesis del pasado no siempre nos presentó una imagen de Dios Padre, rico de amor, que llena de dones a sus hijos. Muchos veces se nos presentó, en cambio, un Dios policía y juez, guardián de la ley y del orden establecido, que castiga cuando uno no hace las cosas bien.

    El pueblo de Dios trataba de recordar su historia para no olvidar lo que había recibido, también los golpes y castigos. Éstos procedían también del amor de Dios, que como un padre, corrige a sus hijos para que no echen a perder su vida. El pueblo muchas veces no quiso obedecer y perdió su libertad, sin la cual la vida tiene poco valor. Pero el castigo no es la última palabra de parte de Dios. El pueblo de Dios consideró siempre un regalo inolvidable la liberación del exilio y la vuelta a la propia patria (2 Cr 36,14-23). Era la prueba del amor de Dios, de un amor que perdona y da siempre la oportunidad de comenzar de nuevo.

    Para los primeros cristianos la experiencia del amor de Dios era una realidad evidente. Lo habían experimentado en la vida de Cristo Jesús. En Él habían descubierto el gran don de Dios a los hombres, precisamente cuando éramos pecadores y enemigos de Dios. Es Dios el que había tomado la iniciativa de reconciliarse con el hombre, de suprimir la enemistad, enemistad existente tan sólo de la parte del hombre, pues Dios había estado siempre con la mano tendida en signo de amistad. Era el hombre el que rehusaba estrechar esa mano. Tan sólo ante el “excesivo amor” (Ef  2,4-10) de Dios, el hombre se rindió definitivamente y lo acogió en su vida.

    La cruz de Cristo es el signo por excelencia del amor de Dios. Es ese amor el que ha cambiado totalmente el significado de ese signo de muerte para hacer de él un signo de vida (Jn 3,14-21). La cruz no es el signo de una condena, aunque Jesús haya sido condenado a muerte. Dios no ha enviado a Jesús para condenar al mundo sino para salvarlo. Tan sólo el amor salva. Jesús es al mismo tiempo el Salvador y la salvación. Salvarse significa incorporarse, mediante la fe, a Cristo muerto y resucitado.

    ¿Por qué el hombre se cierra al amor? ¿Por qué no sabe el hombre hoy día todo lo que ha recibido de Dios? Probablemente porque no se lo enseñamos. No le enseñamos al niño a ver todo lo que ha recibido. Le enseñamos a ver sólo lo que le falta, lo que tienen los demás y él no. Le enseñamos al niño a creerse con derecho a todo, de manera que ya no se trata de un “recibir” sino un coger lo que a uno le pertenece. En esta cultura en el que desaparece la gratuidad y el don, el amor lo tiene difícil. Tan sólo la contemplación del Crucificado, levantado sobre la tierra, con los brazos abiertos, deseoso de abrazarnos, puede provocar en nosotros una respuesta de amor. Un amor que sin duda hay que educar y cultivar para que no se quede en puro sentimentalismo como cuando vemos en la tele la entrega generosa de tantas personas. Nos conmovemos unos instantes y volvemos a nuestros intereses. Que la celebración de la eucaristía nos lleve a vivir el amor de Dios que nos perdona y nos hace testigos de su amor en el mundo


  • Yo soy el Señor tu Dios

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    3 de marzo de 2024 – Tercer Domingo de Cuaresma

    La religión ha sido en el pasado parte integrante de la política. La política,  en particular la autoridad, necesitaba siempre una legitimación religiosa. En tiempos de Jesús las mismas autoridades religiosas eran autoridades políticas. Eso les daba un pragmatismo realista muy lejano de las utopías proféticas. Jesús, en cambio, intentó liberar la religión de la política, con el gesto profético de la purificación del templo, convertido en la Banca Nacional. Por ello fue condenado a muerte (Jn 2,13-25).

    No es fácil liberar la religión del poder político, de la búsqueda de poder. Algunos creen ilusoriamente que la política actual es totalmente laica. Al contrario, la política está ocupando el puesto de la religión. Como la religión, la política necesita también de su Absoluto, de la voluntad popular, realidad tan invisible como Dios, pero que se manifiesta en los nuevos templos de los parlamentos, mediante las elecciones y las personas a las que se les concede la autoridad para dar leyes obligatorias. Sin esa religión política, la política no funciona.

    Lo que le preocupaba a los profetas y a Jesús es que el sistema político-religioso ocupe el puesto de Dios. La relación concreta con Dios se torna abstracta. Se absolutizan así los lugares, las personas, las acciones de ciertos personajes. Al final todo se convierte en un mercado y se olvida que todo, también la religión y la política, deben estar al servicio del hombre concreto. Por eso los profetas recordarán las exigencias del Decálogo, sobre todo en lo que toca a las relaciones con el prójimo y la tutela de los derechos fundamentales: la vida, la verdad, el amor, la propiedad (Ex 20,1-17).

    La propuesta de Jesús es destruir el sistema y edificar otro nuevo. Se trata de construir un nuevo modelo de religión no centrado en el templo y la dependencia política sino en adorar a Dios en espíritu y verdad. Esto es posible gracias a su propia persona resucitada por el Padre. Es en Jesús donde el Padre se hace presente y actuante.  La desaparición del templo y del sacerdocio hizo que el judaísmo y el cristianismo pusieran en el centro la Palabra de Dios y la vida familiar. Sin duda en el cristianismo el centro es Jesús, Palabra encarnada, que se hace presente en la comunidad de los creyentes a través de su Espíritu. Esta comunidad es una comunidad de fe y no una comunidad política. Eso no quiere decir que se desentienda de la política como búsqueda del bien común, sobre todo de los más pobres. Es una comunidad que se constituye como tal cuando se reúne como iglesia para escuchar la Palabra de Dios, celebrar la eucaristía y ponerse al servicio de los necesitados.

    El lugar de reunión de los cristianos, al principio, fueron las propias casas. Con el tiempo se construyeron templos y se establecieron servidores que se se convirtieron en sacerdotes. Pero nunca debemos olvidar que sólo los nombres se parecen a lo que era el culto antiguo. Bueno, desgraciadamente, a veces volvemos al culto antiguo. Por eso es necesario avivar el espíritu profético de Jesús en nuestras comunidades para que huyan de la tentación del poder y sean manifestaciones de la debilidad de Dios. La salvación está en la cruz y no en el poder (1 Cor 1,22-25). Que la celebración de la eucaristía avive en nosotros el espíritu profético, para ser testigos de las exigencias de Dios en nuestro mundo.


Lorenzo Amigo

Es sacerdote marianista, licenciado en filosofía y filología bíblica trilingüe, doctor en teología bíblica. Ha sido profesor de hebreo en la Universidad Pontificia de Salamanca y de Sagrada Escritura en el Regina Mundi de Roma. Fue Rector del Seminario Chaminade en Roma de 1998 a 2012. Actualmente es párroco de San Bartolomé, en Orcasitas, Madrid.


Sobre el blog

La Palabra de Dios es viva y eficaz. Hacer que resuene en nuestros corazones y aliente en nuestras vidas. Leer nuestro presente a la luz de la Palabra escuchada cada domingo. Alimentarse en la mesa de la Palabra hecha carne, hecha eucaristía. Tu Palabra me da vida.


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