Vivir de la fe

2 de octubre de 2016 – 27 Domingo Ordinario

 

El drama de nuestro tiempo, decía Pablo VI, es la separación de la fe y la cultura. Los creyentes no somos capaces de crear una cultura impregnada por los valores evangélicos. Vivimos y ansiamos las mismas cosas que los no creyentes. Existe una separación entre lo que creemos y lo que vivimos. Dios apenas cuenta en nuestras vidas. No lo experimentamos vivo y actuante. No es alguien en el que podemos confiar, del que nos podemos fiar. Es verdad que el hombre actual está demasiado escarmentado y apenas confía en las personas de su familia. Como no ve señales de que Dios lo ame, no se fía de él, en la práctica no cree en él. Trata de salir adelante con las propias fuerzas pues de los demás es poco lo que se puede esperar.

La fe muchas veces no cambia la vida de las personas de manera que estén dispuestas a adoptar un estilo de vida alternativo y de contraste, en todos los dominios de la existencia, individual, familiar y social. Tenemos muy pocas señas de identidad, que permitan a primera vista identificar un creyente. El problema no es nuevo. Era ya conocido en la historia del pueblo de Israel. También en el evangelio se muestra muchas veces la falta de fe o la poca fe no sólo de las muchedumbres sino también de los discípulos. Ellos mismos se dan cuenta y por eso piden a Jesús que aumente su fe, su adhesión incondicional a su persona (Lc 17,5-10). De lo contrario la fe es como una llama que peligra apagarse por falta de combustible.

San Pablo era consciente del problema y por eso recomienda a su discípulo Timoteo que avive el fuego de la gracia que recibió con la ordenación (2 Tim 1,6-8.13-14). Los cristianos en estos momentos nos estamos mostrando demasiado cobardes en la manera de vivir nuestra fe. Hace falta un espíritu de energía, de amor y de sensatez. Ante todo no hay que tener miedo a mostrarnos como cristianos ante los demás.

San Lucas vincula a la fe la actitud de servicio del discípulo. No se trata pues de una fe puramente teórica, que pudiera ser la tentación del mundo griego, familiarizado y fascinado por el conocimiento. Se trata de una fe bíblica que se traduce en entrega confiada a la voluntad de Dios que hay que realizar en la propia existencia. Como el servidor, el creyente tiene que hacer todo lo mandado. Y considerar que es lo más normal, que no tiene nada de extraordinario. El servidor está para hacer lo que manda su amo. Incluso cuando haya hecho todo muy bien, continuará siendo  siempre un pobre servidor.

En nuestro tiempo esta perspectiva puede parecer alienante y en contra de la realización del hombre. En realidad es lo contrario. Cuando el hombre realiza lo que Dios pide de él, no se está sometiendo a una instancia exterior a sí mismo. Dios está presente en el hombre y hacer lo que Dios pide o sugiere es realizar nuestra esencia más íntima y preciosa de un ser creado libre para amar. Esa es la gloria de Dios el que el hombre tenga vida en abundancia.

También el Antiguo Testamento había comprendido esta realidad. El profeta lo formula diciendo que “el justo vivirá por la fe” (Hab. 1, 2-3; 2,2-4). Siendo Dios la vida y el origen de la vida, el hombre sólo tendrá vida en la medida en que se mantenga unido a Dios por una comunión de amor y de voluntad, de querer lo que Dios quiere para mí. Alejado de la fuente de la vida, el hombre experimenta la realidad violenta de la existencia hecha de trabajos, catástrofes y luchas. Que esta Eucaristía nos haga entrar de verdad en el misterio de la fe de manera que nuestras vidas sean cambiadas por el encuentro con Cristo y vivan con intensidad su seguimiento.

 


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