13 de octubre de 2024 – 28 Domingo Ordinario
Durante gran parte de la historia hemos tenido una Iglesia rica, aliada con los ricos. Tan solo, poco a poco, la Iglesia ha ido redescubriendo que la Iglesia debe hacer una opción preferencia por los pobres, porque Jesús fue pobre y se rodeó de pobres. Las primeras comunidades cristianas, como atestigua san Pablo, se formaron sobre todo con pobres. En ellas hubo también ricos que supieron compartir sus riquezas con los demás, sin considerar que tenían que ser para los hijos. Sin duda el ejemplo de Jesús y de los primeros discípulos atrajo y sigue atrayendo a las personas. Pero también la seducción de la riqueza sigue siendo el gran obstáculo en el seguimiento de Cristo. El dinero, sin duda, proporciona poder y placer,, mientras que la pobreza parece ser una maldición. Sin embargo, Jesús proclamó felices a los pobres y mostró su predilección por ellos.
Una vida plena es lo que buscaba aquel rico que se acercó a Jesús. Está deseoso de hacer el bien y cree y Jesús es el maestro bueno. Jesús le recuerda que Dios es el sumo bien, el bien absoluto y todos los demás bienes son relativos. Hay cosas buenas, como el dinero, pero las hay mejores. Jesús le lanza el reto de compartir sus bienes con los pobres, porque cree en la generosidad de aquella persona que busca el bien (Mc 10,17-30). Aquel hombre buscaba a Dios que nos da la vida eterna. Sabía también que esta no se puede adquirir mediante el esfuerzo. Se puede en cambio “heredar”, haciéndose uno creyente y, por tanto, hijo de Dios. Como hijos de Dios intentamos agradar a Dios nuestro Padre, haciendo lo que Él quiere, es decir, cumpliendo sus mandamientos.
Todo parecía ir sobre ruedas en aquel diálogo iniciado con el rico. Pero de pronto el reto lanzado por Jesús hizo que la fe de aquel hombre entrase en crisis. Las personas que se encontraron con Jesús quedaron transformadas. Desgraciadamente el encuentro del rico con Jesús acabó frustrando una vida que se las prometía felices para el futuro. Había observado los mandamientos de Dios y podía esperar heredar la vida eterna. Al conformarse con lo bueno y no buscar lo mejor, empieza a amargarse la vida, por no ser capaz de dar un paso adelante. El obstáculo era la riqueza.
La Escritura y en particular el evangelio son siempre muy realistas porque conocen a fondo el corazón del hombre. El dinero no da la felicidad, pero ayuda a conseguirla. Esta es una creencia popular de todos los tiempos. Es verdad que los sabios han intentado relativizar el dinero, el poder o la belleza y han puesto la felicidad en la sabiduría (Sab 25,6-10). Están convencidos que la sabiduría es superior a todos los demás bienes, más aún, con la sabiduría se obtienen todos los demás. En realidad la sabiduría es un don, un regalo, que no se puede alcanzar con el propio esfuerzo. Hoy día la gente cree que es el dinero el que permite obtener todas las cosas. Pero ¿cómo obtener el dinero? Ciertamente no por el esfuerzo y el trabajo. La televisión es una buena maestra en enseñar caminos alternativos.
Jesús sitúa la felicidad en seguirlo a Él y formar parte de su grupo. Para ello hay que desprenderse de las riquezas para encontrar el verdadero tesoro, Dios mismo o la persona de Jesús. Jesús es el único valor absoluto para el creyente. Ante esta exigencia, el rico ya no tuvo el coraje de seguir adelante y se marchó triste. Jesús nos coloca así ante la alternativa bíblica: o Dios o el dinero. No se puede servir a Dios y al ídolo de la riqueza. Ante la extrañeza de los propios discípulos, Jesús explicó en qué consiste el peligro de la riqueza. La riqueza, es sin duda un bien, pero un bien relativo. Desgraciadamente posee un dinamismo propio que coloca al hombre ante el abismo. En vez de ser el hombre el señor de su riqueza, las riquezas se convierten en dueño del hombre. Pidamos al Señor en la eucaristía que nos libere de la seducción del dinero para poder seguir sin trabas su llamada.