Una gran tempestad

23 de junio de 2024 – 12 Domingo del Tiempo Ordinario

Como dijo el Papa, a los pocos días del confinamiento por la pandemia en 2020, en una plaza de San Pedro desierta: «Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramos asustados y perdidos… también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino solo juntos«. Cuatro años después, gracias a las vacunas, todo parece haber vuelto a la acostumbrada normalidad. Pero las tormentas siguen.

Los discípulos, que eran profesionales del mar, comprenden la gravedad de la tempestad, mientras increíblemente Jesús duerme apaciblemente en la barca. Los discípulos piensan que a Jesús no le importa el que se hundan, mientras Jesús se extraña de que ellos sientan su vida amenazada estando en su compañía (Mc 4,35-40). Su miedo es el indicio de que todavía no tienen fe en Dios ni en el propio Jesús. Jesús tiene una confianza absoluta en el Padre y sabe que su vida está en sus manos. Por eso puede dormir despreocupado mientras ruge la tempestad.

Muchas veces a lo largo de la historia los creyentes han tenido la impresión de que el mundo se le ha escapado de las manos a Dios y ha caído bajo el poder del mal. Job, en su querella contra Dios, expresaba ya esa visión pesimista del mundo. Dios tiene que abrirle los ojos y mostrarle cómo Él está continuamente luchando contra el mal. Éste, a pesar de su aspecto impetuoso y devastador como el mar, tiene ya establecidos unos límites. Frente a Dios, el monstruo marino es como un recién nacido al que hay que envolver amorosamente entre pañales (Job 38,1.8-11).

Los lamentos de tantos cristianos ante la situación del mundo y de la Iglesia traducen simplemente nuestra falta de fe. La fe significa sentirse apoyados sobre el fundamento sólido de Dios. La falta de fe viene de la impresión de que ese fundamento es movedizo, como el agua, y que fácilmente puede fallar. Se juzga de Dios a partir de lo que normalmente vemos que sucede en las cosas humanas. Hace un año todavía nos las prometíamos las más felices y de pronto vemos cómo nuestras esperanzas se volatizan y el mundo entra en crisis. El peligro es que también nuestra fe entre en crisis.

Muchas veces tenemos la impresión de que la barca de Pedro hace agua. Es normal. Está en medio de la tempestad en la que vive todo el mundo hoy, no sólo los creyentes. La institución eclesial tiene un elemento humano sometido al desgaste y envejecimiento. Eso no significa que la barca se vaya a hundir, pero sí que es un toque de atención a reparar las brechas de nuestros pecados, a reconocerlos con humildad, a pedir perdón por ellos y a reparar el mal, ocupándose de las víctimas.

Si, como nos recuerda San Pablo (2 Cor 5,14-17), en Cristo lo antiguo ha pasado y lo nuevo ha comenzado, entonces podemos estar convencidos de la intervención definitiva de Dios a favor del hombre. El mal y el pecado han sido definitivamente vencidos aunque todavía tienen capacidad de dar algunos zarpazos peligrosos. La Iglesia, y con ella los cristianos, seguimos expuestos a las tormentas de este mundo. Pero no tengamos miedo. Muchas son tormentas en un vaso de agua. La frágil barca de Pedro está habituada a bregar con este tipo de tempestades peligrosas.

Debemos ser conscientes de que los peligros peores están provocados, no por los elementos externos, sino por la infidelidad de los de dentro. La Iglesia puede ser una frágil barquilla, pero será siempre, por pura gracia de Dios y no por méritos propios, esa tabla de salvación que necesitan los náufragos de nuestro mundo. La mayoría de estos náufragos han perdido toda esperanza y no saben a qué agarrarse. Que la celebración de la eucaristía aumente nuestra fe en el Señor Resucitado, presente en su Iglesia, y haga de nosotros testigos creíbles ante el mundo.


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