7 de diciembre de 2014 – Segundo Domingo de Adviento
Las intervenciones del papa están siendo cada vez más escuchadas y aplaudidas por los gobiernos. Veremos a ver si se las toman en serio. El papa reconoce los adelantos de nuestra época en el campo de la salud y de la comunicación. No podemos olvidar, sin embargo, que la mayoría de las personas viven precariamente el día a día. Cerca de mil millones de personas todavía hoy pasan hambre.
El papa invita a dar un no rotundo a diversas realidades de nuestro mundo. En primer lugar a una economía basada sobre la exclusión y la desigualdad. Hay ricos porque hay pobres, hay pobres porque hay ricos. Es un sistema económico que mata.
Hay que decir “no” a la desigualdad que genera violencia. Hoy día se reclama más seguridad. Pero mientras exista la exclusión y la desigualdad entre los pueblos, la violencia es inevitable. Normalmente se acusa de violencia a los pobres y a los pueblos pobres. La verdad es que sin igualdad de oportunidades tendremos siempre un caldo de cultivo de la guerra. El consumismo unido a la desigualdad genera una violencia que la carrera armamentista no resolverá jamás.
¿Cómo abrirse a la esperanza de un mundo nuevo en el que habite la justicia? (2 Pedro 3,8-14). Hay que sin duda preparar los caminos del Señor. Lo primero que hay que hacer es consolar a tantas personas afligidas con las que la vida ha sido y es tan cruel. Probablemente es más fácil de hacer de lo que nos imaginamos. Todo empieza con ese sentimiento de compasión que nos lleva a acercarnos a los demás, a estar junto a ellos, a escuchar sus quejas y a dar una palabra de esperanza. La situación presente no es la última palabra de Dios sobre el mundo. La palabra de amor que Dios ha pronunciado en Cristo Jesús es su palabra definitiva, a la que Dios es fiel. Podemos tener la impresión de que nada cambia, de que no es posible cambiar nada y, sin embargo, todos sabemos que otro mundo es posible.
Hacen falta sin duda pequeños gestos que muestren que se puede avanzar en ese camino hacia la tierra nueva. El profeta habla de valles que hay que levantar y montes que hay que abajar (Is 40,1-5). El contraste entre pobreza y riqueza en nuestro mundo es cada vez más sangrante. La Palabra de Dios exige de nosotros allanar los caminos, luchar contra la injusticia y la desigualdad. Existen en nuestros caminos demasiadas curvas peligrosas que ponen en peligro nuestra vida y la de los demás; muchos baches que pueden provocar una catástrofe. De vez en cuando suena la alarma social, pero pronto nos olvidamos de las situaciones que la provocan.
¿Cómo salir de esos caminos que no llevan a ninguna parte, que tan sólo nos hacen dar vueltas en torno a nosotros mismos? Se trata de encontrar el verdadero camino, que es Jesús. Para ello hay que escuchar la voz del evangelio que resuena en desierto de nuestras conciencias aletargadas (Mc 1,1-8). Es una palabra que nos invita a la conversión, a reconocer nuestro pecado estructural y personal, y abrirnos a la acción del Espíritu de Jesús. Que la celebración de la Eucaristía, que anticipa ya esa tierra nueva de la fraternidad, nos lleve implicarnos seriamente a favor de la justicia y de la paz.