11 febrero de 2018 – Sexto Domingo Ordinario
Los hombres han tratado siempre de protegerse contra todo lo que amenaza su vida tranquila. Las enfermedades raras han provocado el que se confine a estos enfermos a determinados lugares lejos de la población. Se les dejaba a su destino pues al no recibir cuidados muy pronto acabarían muriendo. La falta de conocimientos médicos no permitía muchas veces distinguir entre una enfermedad contagiosa simplemente por el contacto y otra que solo se puede contraer en determinados casos.
La lepra fue considerada hasta 1873 una maldición de dioses, o el castigo del pecado, o una enfermedad hereditaria. Actualmente está prácticamente controlada. En los comienzos de la aparición del SIDA, muchos pensaban ingenuamente que se transmitía simplemente por la cercanía a la persona y se tuvo miedo de acercarse a estos enfermos. Hoy día, gracias a los tratamientos médicos, no produce ya los estragos de hace treinta años.
No puede uno dejar de admirar la libertad con que Jesús se mueve entre las personas marcadas por la enfermedad o por la vida (Mc 1,40-45). Ni él tiene miedo de acercarse a los leprosos, ni los leprosos respetan la prohibición de acercarse a los hombres. Algo importante está ocurriendo con la venida del Reino de Dios, como algo importante sucedió cuando los médicos y enfermeras se atrevieron a tratar el SIDA y todos nosotros le perdimos el miedo. Ser excluido de la sociedad de los hombres como el leproso era ser condenado ya a muerte. ¿Cómo curarte si no te dejan ir al encuentro de los que te pueden curar? Desgraciadamente en la vida social empleamos demasiadas veces la terminología médica: extirpar, arrancar de raíz todo lo que turba la vida social. Todo ello se traduce en la terrible exclusión que experimentan muchos hermanos nuestros.
Son nuestros miedos irracionales los que tantas veces no nos permiten vivir en paz juntos. Imaginamos al otro como una amenaza para nuestra vida, para nuestro bienestar. Unas veces la amenaza viene de los enfermos, otras de los pobres, otras de los emigrantes, otras de los que tienen otra religión. Todos son miedos que no nos dejan ser felices y que colocan al hombre contra el hombre. Las personas en la antigüedad veían en esas enfermedades el castigo de Dios por los pecados. Jesús, en cambio, se solidariza con todos los que sufren y hace suyo el sufrimiento de los demás. Él tomó sobre sí nuestras enfermedades y cargó con nuestros pecados. A la petición del leproso, no le pone ninguna condición ni exigencia previa. Jesús lo cura porque ve que el leproso quiere ser curado y tiene confianza en el poder de Jesús. Luego sí, le recomienda que siga los pasos marcados por la Ley para poder de nuevo reintegrarse plenamente a la comunidad humana.
Son nuestros miedos personales los que tantas veces nos paralizan en nuestra vida y nos impiden integrarnos totalmente en la familia, en la comunidad, en la sociedad. A veces nos refugiamos en nuestra madriguera a rascar nuestras heridas. Necesitamos que alguien nos libere de esa lepra interior y nos integre de nuevo en la comunidad de los salvados. Es nuestro pecado el que no nos permite estar en comunión con los demás y con Dios. Pidámosle a Jesús en esta Eucaristía que nos sane de nuestras enfermedades y nos ayude a ser instrumentos de paz y reconciliación en nuestro mundo. Lo pedimos por la intercesión de la Virgen de Lourdes hoy, en la Jornada Mundial del Enfermo. El papa Francisco, con este motivo, nos recuerda que la Iglesia debe estar siempre al servicio de los enfermos y de los que los cuidan.