Tu fe te ha salvado

28 octubre de 2018 -30 Domingo Ordinario

 

Termina este domingo el Sínodo sobre “Los Jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional”, del cual se han tenido pocas noticias, sin duda para que los participantes pudieran trabajar sin verse condicionados por los medios de comunicación. Se ha sabido que el documento final tendrá como inspiración el episodio de los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35) que ilustra el camino hacia la fe en el Señor Resucitado. Se quiere, en efecto que el Sínodo no sea el punto de llegada sino el punto de  partida para caminar con los jóvenes, abrir los ojos e irse sin demora.

También Bartimeo, el ciego del que nos habla hoy el evangelio (Mc 10, 46-52) empezó a ver cuando creyó en Jesús: “Tu fe te ha salvado”. Creer es tener confianza en Jesús, en que él está vivo y actuando en nuestro mundo. Su amor misericordioso es capaz de llenar de sentido y de vida a toda persona que le abra el corazón y lo acoja.

Se trata de encontrarnos con Cristo como Bartimeo, que se reconoce ciego y pide a Jesús que tenga compasión de él y le dé la vista (Mc 10,46-52). Él no puede ver  a Jesús, pero sabe descubrir su misterio. Jesús es el Hijo de David, el Mesías anunciado, que debe establecer una época de paz y felicidad, en la que el hombre se vea libre de las enfermedades que no le permiten realizar en plenitud su vocación humana. Jesús, al ver su fe, lo cura. Jesús hace presente la salvación para el pueblo afligido por tantos males, que le impiden ser feliz (Jer 31,7-9). Jesús puede comprender a los ignorantes y extraviados porque él mismo está envuelto en debilidades (Heb 5,1-6). Nuestro Salvador no es un superman, ajeno a nuestros problemas, sino que él los ha vivido en su propia carne. Por eso sólo en el misterio de Jesús se desvela totalmente el misterio del hombre.

Ese misterio escapa al conocimiento puramente pragmático de la realidad que impera hoy tanto entre los jóvenes como entre los adultos. El problema, como ha señalado a veces el Papa, reside en el uso que hacemos de nuestra facultad intelectual, de nuestra capacidad de ver, de nuestra razón. Algunas culturas se han echado en brazos del irracionalismo que les impide discernir el verdadero bien y los peligros que nos amenazan. La tentación de la violencia para solucionar los problemas es la consecuencia de esa falta de racionalidad en la manera de abordar las situaciones difíciles. Al no creer en la razón, se niegan al diálogo como método para superar los conflictos.

En el otro extremo, la cultura occidental ha caído en una especie de racionalismo estrecho que reduce la razón a su funcionamiento científico y tecnológico y le niega toda validez en los otros campos de la vida humana. La razón débil sumerge al hombre en el escepticismo y relativismo respecto a las grandes cuestiones de la vida individual y colectiva. Al no poder alcanzar la verdad, es muy difícil llegar a tener unos valores compartidos. Cada uno se orienta por su interés inmediato que identifica fácilmente con lo razonable. De esa manera se dificulta también el funcionamiento  de la democracia, que implica la búsqueda del bien común, sobre todo de los más desfavorecidos, la renuncia a la violencia, y la solución de los conflictos mediante el diálogo. Éste supone siempre unos valores compartidos.

Necesitamos una razón abierta a la fe e iluminada por ella, que no dimite de su responsabilidad, pero que tampoco se erige en árbitro absoluto de la realidad, sino que se deja enseñar por ella. Abierta al misterio, como Bartimeo, también la razón alcanzará su curación y dejará de ser una razón débil, sin transformarse en razón fuerte, sino siendo sencillamente lo que es: apertura a la realidad total para acogerla con respeto. Que la celebración de la eucaristía, misterio de la fe, ilumine nuestras vidas y nos dé el gozo de ser creyentes.


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