13 de enero de 2019 – El Bautismo del Señor
La Iglesia sigue bautizando a los niños. Sigue fiándose de los padres que piden el bautismo para sus hijos, sin exigir una demostración de la fe de los padres. Basta con que ellos se declaren creyentes que quieren que sus hijos también lo sean. A la Iglesia le basta esa palabra y el compromiso de que los padres educarán cristianamente a los hijos. Pero eso es sólo un comienzo. Con el tiempo, y a lo largo de toda la vida, cada uno de los bautizados tiene que ir asumiendo plenamente el significado del propio bautismo. Pero eso es verdad también del que se bautiza de adulto. Durante toda su vida tiene que tratar se asimilar lo que significa haber sido bautizado en Cristo Jesús.
El bautismo es un sacramento, un gesto profético, que expresa una realidad de gracia divina. Hoy día desgraciadamente el signo bautismal ha quedado reducido a echar un poco de agua sobre la cabeza del niño y no se ve claramente lo que queremos expresar. El bautismo de Jesús en el Jordán o el de los adultos en la Iglesia primitiva en una especie de piscina manifestaba claramente su contenido. Con la inmersión en el río, Jesús hacía suyo un gesto de algunos grupos judíos y en especial de Juan Bautista. Se trataba de un gesto de conversión, y por tanto, de ruptura con el pasado. En las aguas del río quedaba sepultada una manera de vivir. Del agua salía una persona nueva, transformada por el Espíritu de Dios (Lc 3,15-22). Todos los que habían experimentado esa transformación formaban la comunidad de los salvados.
Hasta entonces Jesús había vivido al lado de su madre en Nazaret dedicado a su profesión de artesano. Llamativamente no se había casado, sin duda porque intuía que algo nuevo estaba ocurriendo que iba a cambiar totalmente su vida. Cuando oyó a Juan Bautista hablar de la venida del Reino de Dios, vio claramente que su vida tenía que estar al servicio del Reino y que no podía dedicar su tiempo a una familia y a una profesión.
La venida del Espíritu Santo sobre Jesús inaugura la llegada de los tiempos definitivos y hace de Jesús el profeta de esa nueva era, marcada por la venida del Reino de Dios. Jesús se hace el mensajero de esa Buena Noticia, de ese Evangelio, que anunciaban ya de antiguo los profetas (Is 40,1-5.9-11). Se realiza así la promesa de la irrupción de Dios en la historia. El Señor viene con poder a ejercer su realeza, su dominio sobre Israel y sobre todos los pueblos. Él va a instaurar la justicia y el derecho. Jesús, ungido con el Espíritu, tendrá una fuerza especial para poner su vida al servicio de la causa del Reino.
También el bautismo cristiano es un gesto profético, pero ahora cargado de un sentido cristológico. Al sumergirse en el agua, el creyente se sumerge en la muerte de Cristo. Se muere con Él a todo lo que significa el mundo del pecado y del mal. En el bautismo lo expresamos mediante las tres renuncias, formuladas de manera tradicional como el mundo, el demonio y la carne. Renunciamos a todo lo que es opuesto al Reino de Dios. Pero sobre todo el bautismo nos hace experimentar la resurrección de Jesús. Al salir del agua somos una criatura nueva, ungida con el óleo del Espíritu Santo que hace de nosotros, como gusta decir el Papa Francisco, “discípulos misioneros”, miembros de un pueblo de profetas, sacerdotes y reyes. Se nos vistió un vestido blanco para significar esa vida nueva, la vida misma de Jesús, la vida de Dios. Hicimos la profesión de fe, a través de la cual, acogíamos a Dios en nuestras vidas.
A través del bautismo acogemos la bondad de Dios y su amor al hombre manifestados en el acontecimiento de Cristo Jesús (Tit 2,11-14;3,4-7). Nosotros no habíamos hecho nada para merecerlos. Ha sido un regalo de su misericordia. De la misma manera que la vida es un don de Dios, este segundo nacimiento, realizado en el bautismo, es el don por excelencia que Dios nos hace, es el don de su Espíritu que renueva todas las cosas. Renovemos hoy con gozo nuestras promesas bautismales, que comportan un compromiso a favor del Reino de Dios y una lucha contra todo lo que se opone a él.