19 de junio de 2016 – 12 Domingo Ordinario
Cada vez más el ser creyente es una cuestión personal que uno decide en lo profundo de su ser. Tan sólo se puede seguir siendo creyente si uno se ha encontrado personalmente con Jesús y ha descubierto en él el sentido de la vida. Creer en Jesús, en efecto, es poder confiar totalmente en él, como él confió en Dios Padre. El creyente experimenta que Dios no le falla mientras en las relaciones humanas estamos expuestos a los mayores engaños y frustraciones.
La confesión de fe de Pedro nos muestra el camino a seguir (Lc 9,18-24). La proclamación de Jesús como el Mesías de Dios no es una invitación al triunfalismo sino a seguir a Jesús sufriente. Pedro y todos los demás tenemos que negarnos a nosotros mismos y cargar con nuestra cruz detrás de Jesús.
Es verdad que la adhesión de Pedro a Jesús tuvo sus altibajos y en uno de ellos llegó a renegar de Jesús. Una vez llorado su pecado y perdonado por Jesús, volvió al amor primero y confesó a Jesús hasta morir por Él. Perder la vida por Jesús es la única manera de salvarla. La tentación de querer salvar la vida o la buena fama, en un momento determinado, ha llevado también a la Iglesia a este atolladero del que le está costando trabajo salir.
Creer en Cristo Jesús no es simplemente repetir fórmulas del catecismo, aunque estas fórmulas sean necesarias para confesar juntos la misma fe. Creer en Jesús es, como dice San Pablo, revestirnos de Él (Gal 3,26-29). Ese vestido no es una realidad exterior que uno se quita y se pone. No es un puro barniz de apariencia. Expresa más bien la transformación interior y total de la persona. El que se ha vestido de Cristo re-presenta, hace presente a Cristo, es Cristo. Cada uno de los creyentes es Cristo, una presencia de Cristo en nuestro mundo, una prolongación de su encarnación.
En esta perspectiva, la fe cristiana abre un horizonte de novedad, no sólo para el individuo, sino también para toda la comunidad humana, en sus dimensiones sociales. En Cristo han sido abolidas todas las discriminaciones: judíos-gentiles, esclavos-libres, hombres-mujeres. Ciertamente que no se suprimen las diferencias, si no son discriminadoras sino que representan una riqueza integrable en la unidad. Todos somos uno en Cristo Jesús, sin perder nuestra identidad y originalidad. Pero esa identidad personal es relacional. Hace relación a Cristo, a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, invitados todos ellos a revestirse de Cristo y a seguir su estilo de vida.
La fe en Cristo no quita nada valioso a nadie. Los apóstoles, venidos del judaísmo, estaban convencidos que aquello que ellos y sus padres habían vivido durante tantos siglos había llegado a su plenitud en el acontecimiento de Cristo Jesús. Para ellos orientar su vidas hacia Jesús no era renegar de su pasado sino salvarlo. También los diversos pueblos paganos que adhirieron a la fe cristiana experimentaron que ninguno de sus valores auténticos se perdía sino que adquiría un punto de referencia nuevo que garantizaba su realización concreta. En la eucaristía proclamamos nuestra fe en Cristo y lo seguimos en sus palabras y gestos. Tengamos el coraje de proclamar nuestra fe con palabras y obras en nuestra vida concreta.