Tú eres el Mesías

16 de septiembre de 2018 – 24 Domingo Ordinario

La Iglesia lleva unos años de purificación y penitencia por los pecados de sus ministros. Es una realidad que amenaza con hacerla zozobrar a causa de los ataques no sólo del exterior sino del interior mismo de la jerarquía. Claro que la amenaza a su credibilidad es grande pues presume de ser sacramento de salvación y aparece profundamente pecadora y opresora. Y es que la Iglesia es eso: santa y al mismo tiempo pecadora.  Otras veces la Iglesia, en vez de anunciar a Jesús, se ha anunciado a sí misma o una moral insípida que consagra los valores del orden establecido. La figura de Jesús, en cambio, tiene la capacidad de transformar la vida del creyente cuando éste se toma en serio el seguimiento de Jesús. Creer en Jesús no es simplemente repetir fórmulas dogmáticas impecables sino que es una adhesión total a su persona, estando dispuestos a compartir su vida y destino.

La Iglesia debe huir de todo triunfalismo mesiánico y aceptar de corazón la realidad del Crucificado (Mc 8,27-35). Eso no le hizo ninguna gracia a Pedro ni tampoco nos gusta a nosotros que, como nuestros contemporáneos, queremos un cristianismo vistoso y atractivo, que cada uno define a la carta. Jesús vio ya al peligro de convertirse en un Mesías populachero que atraía las multitudes y las hubiera podido manipular según sus intereses. Desde el principio, sin embargo, interpretó su destino a través de la figura enigmática del Servidor de Dios que aparece en el libro del profeta Isaías (50,5-10).

Fueron los profetas los que denunciaron las falsas salvaciones que los hombres buscan a través de las políticas de alianzas, de poder, de imperialismo. Jesús, en su tiempo, tuvo también que confrontarse con las autoridades políticas y religiosas que mantenían al pueblo en la miseria. Como todo profeta, huyó de soluciones simplistas de tipo revolucionario y confió que Dios traería su Reino. Tan sólo Dios es capaz de cambiar de raíz la situación del hombre y de los pueblos.

Esta fe en la intervención de Dios no nos lleva a cruzarnos de brazos. La fe, sin obras, está muerta por dentro, nos recuerda con gran realismo el apóstol Santiago (Sant 2,14-18). La fe cristiana a lo largo de la historia ha sabido dar respuesta a los interrogantes humanos y soluciones a los problemas concretos. Ha desplegado el dinamismo de la caridad al servicio de los hombres, sobre todo de los más necesitados. Hoy día parece que el estado ha ocupado el lugar que tenía la Iglesia y ésta se siente incómoda sin encontrar su puesto en la sociedad. Debemos alegrarnos de que los estados modernos se hayan hecho responsables de muchas de las necesidades de los ciudadanos. La crisis actual, sin embargo, sigue mostrando que quedan muchos campos a los que no llega el estado. De hecho cada día vemos surgir nuevas necesidades que interpelan nuestra fe.  Hay que exigirle al estado que, en vez de hacerle la concurrencia a lo que ya funciona en la sociedad civil, se preocupe de los problemas que todavía no somos capaces de resolver los grupos sociales.

La cultura del éxito  de nuestro tiempo no logra, sin embargo, eliminar la figura del Crucificado. A pesar de todos los esfuerzos por transformar el mundo, los crucificados siguen estando presentes ante nuestros ojos. Pueden ir con su cruz a cuestas o sin carné en una patera. El Crucificado murió precisamente para que no hubiera más crucificados. Por eso el creyente que se ha adherido a Cristo, experimenta en sí la fuerza del Resucitado que tiene poder para cambiar nuestro mundo. Pero para ello tenemos que movilizarnos y estar dispuestos a dar la vida, porque “el que pierda la vida por el Evangelio, la salvará”.  Ahora que estamos celebrando la eucaristía, renovemos nuestra adhesión al Señor muerto y resucitado y salgamos decididos a infundir vida en nuestro mundo.


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