4 de agosto de 2019 – 18 Domingo Ordinario
El informe sociológico de FOESSA,
fundación de estudios de Cáritas, lanza la señal de alarma: se ha quebrado el
pacto social. Las consecuencias las pagan los hogares con menos recursos. La
pobreza de ciertos grupos es ya crónica y no desaparece aunque de nuevo haya
crecimiento económico. Crecimiento no es igual a desarrollo, sobre todo
desarrollo para todos. Los excluidos por “esta cultura del descarte”, de la que
habla el papa Francisco, sienten una gran frustración
(Ecles 1,2; 2,21-23). A pesar de las buenas palabras de los gobernantes, no
parece que las cosas lleven camino de cambiar.
No sabemos muy bien a quién apelar. Desgraciadamente el mismo Jesús no quiso
meterse en asuntos de dinero (Lc 12,13-21). Jesús se niega a intervenir en un
caso en que la injusticia parece evidente. El hijo mayor se ha quedado con toda
la herencia. Con su negativa Jesús denuncia el que los bienes de este mundo
sean más importantes que el amor fraterno. Eso es lo que tantas veces se
pone de manifiesto cuando está por medio el dinero.
Todo proviene de la ilusión de pensar que la vida depende de los bienes, que
con ellos uno tiene un seguro para esta vida y para la otra. Esa creencia lleva
a la codicia y a querer acaparar los bienes para asegurarse el futuro.
La parábola del hombre rico, que quiere darse la buena vida, pone al
descubierto el engaño en que vive el hombre. No es posible asegurarse el futuro
mediante los bienes. La vida del hombre está siempre pendiente de un hilo y
depende de Dios.
¿Cómo asegurarse la vida? Se trata de ser rico ante Dios y no de amasar
riquezas para sí mismo. Es rico ante Dios el que ha cultivado las relaciones
personales, empezando por las relaciones familiares. Esa es la verdadera
riqueza, la riqueza del amor, que no disminuye cuando se la comparte
sino que por el contrario crece en el amor mutuo.
El peligro de la cultura actual es que nos lleva a buscar la felicidad en el
tener, en las cosas que se pueden comprar con el dinero. El consumismo
lleva a acaparar todas nuestras energías y nuestro tiempo y nos esclaviza.
Trabajamos para tener. No tenemos tiempo para cultivar nuestras amistades,
para compartir con las personas. De esa manera la persona humana se va
empobreciendo cada vez más. La persona es siempre una relación personal. Cuando
desaparecen las relaciones personales y quedan sólo las relaciones con las
cosas, con los aparatos. El hombre mismo se cosifica.
El apóstol nos invita precisamente a buscar las cosas de arriba, no las de la
tierra (Col 3,1-5.9-11). Las cosas de arriba no están en otro mundo distinto. Son
realidades también de nuestro mundo. No son las cosas materiales perecederas.
Lo único que tiene garantía de eternidad es aquello que se ha amado. Se trata
ante todo de las personas. Pero también las cosas que han sido verdaderamente
amadas y que no han sido tratadas simplemente como objetos de usar y tirar
podrán adquirir ese sabor de eternidad. Desgraciadamente son pocas las cosas
que adquieren esa propiedad y que las conservamos a lo largo de la vida con
amor.
El encuentro con Jesús en la eucaristía es la única garantía de vida. Sólo
dando la vida como Jesús estamos seguros de poder tener vida en abundancia,
vida eterna.