Se acerca nuestra liberación

1 de diciembre 2024 – Primer Domingo de Adviento

Seguimos viviendo en un mundo en crisis que produce una gran incertidumbre respecto al futuro. Siguen las mismas guerras sin que se vislumbre un final negociado. Nuestro país, azotado por la DANA, continúa viendo cómo los políticos siguen enfrentados en su lucha por el poder, despreocupándose de los problemas reales. Es difícil confiar en que todo vuelva a la normalidad como al comienzo del milenio.

Los cristianos empezamos este domingo el año litúrgico, que marca nuestra manera particular de situarnos en el tiempo, actualizando los misterios de Jesús. Lo empezamos con esperanza, puestos nuestros ojos en las promesas de Dios que es un Dios con nosotros, el Emmanuel. Somos conscientes de que vivimos en medio de una crisis, pero sabemos que también en ella podemos experimentar la cercanía del Dios misericordioso que no abandona a su pueblo.

Con todos los hombres compartimos el calendario civil pero vivimos el paso del tiempo con un espíritu  particular. Para muchos el año es simplemente un sucederse de días de trabajo muchas veces agotador, con la pausa del fin de semana, a  la espera de las vacaciones. Lo que se desea es poder comprar más cosas y gastar más. En cambio los creyentes experimentamos a lo largo del año la perpetua novedad de Dios que viene a salvarnos, que  ya nos ha salvado. Al inicio del año litúrgico actualizamos ya el final, no simplemente del año, sino la etapa final de la historia de la salvación  pues estamos viviendo en los tiempos finales y definitivos en el acontecimiento de Cristo Jesús.

El recuerdo del final de los tiempos no pretende meternos miedo sino más bien hacernos caer en la cuenta de la densidad e importancia del momento presente. El tiempo está cargado de eternidad porque ha irrumpido ya de una vez para siempre el Reino de Dios (Lc 21,25-36). Esa era la gran promesa que Dios había anunciado sobre todo a través de los profetas y que había mantenido viva la esperanza de Israel en medio de todas sus aventuras históricas que políticamente habían terminado en un fracaso. Se perdió la tierra, se perdió la monarquía, pero nació la esperanza de un Mesías que instauraría en el futuro la justicia y el derecho (Jer 33,14-16).

Israel fue descubriendo que no es el hombre el que puede fabricar el futuro, sino que el futuro nos es dado por Dios. Dios, en realidad, es siempre el Dios del futuro, el que estará siempre al lado de su pueblo, compartiendo sus experiencias, buenas y malas. Aunque uno pueda pensar a veces que no hay futuro, que todo está bloqueado, Dios es capaz de abrir caminos en el mar y de encontrar una salida para toda situación desesperada.

Los cristianos sabemos que la promesa ha tenido cumplimiento en Jesús de Nazaret. Con Él la historia humana ha llegado a su plenitud. En Él Dios se nos ha comunicado definitivamente y ningún acontecimiento posterior, por más grandioso que sea, puede superar esa comunicación de Dios al hombre en la persona de Jesús. Esto no quiere decir que la historia, después de Jesús, haya perdido su importancia. Ni mucho menos. En la persona de Jesús se ha realizado totalmente el plan de Dios. En nosotros todavía está por realizarse. Vivimos pues en la esperanza. El tiempo que tenemos a disposición se nos da para hacer nuestra esa oferta de salvación y liberación dada en Cristo.

El amor pertenece ya al orden de lo definitivo. Por eso San Pablo exhorta ante todo al amor mutuo, porque es la señal inequívoca de que uno ha acogido el Reino en su vida (1 Tes 3,12-4,2). Es ese amor el que nos da la confianza para poder presentarnos ante Jesús cuando Él venga a recogernos, sea al final de nuestra vida, sea al final de los tiempos. La santidad a la que nos invita el apóstol consiste precisamente en el amor. No se trata de hacer cosas extraordinarias ni raras sino de vivir la vida y sus exigencias, toda ella animada por el amor fraterno. La eucaristía es el momento privilegiado para renovar nuestra esperanza y seguir clamando: Ven, Señor Jesús.


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