8
de septiembre de 2019 – 23 Domingo Ordinario
Las dificultades que hoy día experimenta el
cristianismo en la cultura del bienestar y la abundancia no son del todo
nuevas. Desde el principio el estilo de vida de los ricos apareció como un gran
obstáculo para la fe cristiana. Lucas tiene un gran realismo a la hora de
abordar los temas del dinero y de los bienes (Lc 14,25-33). Se ha dado cuenta
de los peligros que representan a la hora de seguir a Jesús. El fundamento de
la sociedad antigua era la familia y la propiedad. Ambos elementos eran
inseparables. Constituían la base de la libertad personal y eran sagrados. En
el mundo antiguo se hereda la religión de los padres como se heredan las
propiedades. El evangelio de Jesús va a cuestionar los cimientos de esa
sociedad al relativizar su dimensión religiosa y situarlos ante las exigencias
de Dios y del seguimiento de su persona.
Hacerse seguidor de Jesús en los primeros
tiempos suponía romper con la familia, perder la herencia, colocarse en unas
condiciones sociales bajas. No hay que extrañarse que el miedo a perder esa
posición social de bienestar bloqueara la conversión de muchas personas. Seguir
a Jesús supone abrazar la cruz, es decir una posición casi de esclavo,
que humanamente no tiene nada de atractivo. Nada de extraño que los primeros
cristianos en general vinieran de la clase más baja, de los que tenían poco que
perder. Es lo que constataba san Pablo. No había muchos aristócratas, ni ricos,
ni intelectuales. Por eso no podemos dejar de admirar a las personas de buena
posición social que se atrevieron a dar ese paso.
Una de ellas es sin duda Lucas. La tradición
hace de él un médico. Lo que no cabe duda es que es una persona de gran
cultura, que no se sintió humillado por unirse a un grupo de gente, la mayoría
inculta, y por poner sus talentos al servicio del evangelio y de la fe de sus
hermanos. Conoce bien la realidad de los ricos y por eso invita a la renuncia
de los bienes. Es la única postura sensata del que quiere construir su vida y
calcula bien cuáles son sus recursos. No se trata, pues, de un idealismo
ingenuo sino del realismo cristiano en la manera de contemplar la
persona, la sociedad y el mundo. El hombre sabio intenta adecuar los medios a
los fines. Los cálculos necesarios en la construcción o en la guerra son
necesarios también en el seguimiento de Cristo.
La Palabra de Dios nos aporta toda una visión
del mundo, que nos descubre la verdad de Dios y del hombre. Sin esta sabiduría
que viene de Dios, el hombre es fácilmente víctima de las ilusiones. El hecho
de ser un espíritu encarnado hace que tendamos a razonar de una manera
interesada en lo inmediato y en el horizonte de los valores materiales (Sab
9,13-18). Tendemos así a olvidar el horizonte de eternidad en el que vive el
hombre. Sólo abriéndonos a la revelación de Dios podemos comprender el
misterio que somos cada uno de nosotros y buscar los medios adecuados para
realizar nuestra existencia auténtica. Muchas veces tendremos que tomar
decisiones dolorosas que comportan una renuncia a realidades que parecen
sagradas e intocables. Descubriremos así que el único absoluto en nuestra vida
es Dios.
Pablo apela a esa manera de pensar cuando
intercede a favor de un esclavo que se ha refugiado junto a él huyendo de su
amo (Fil 9-10.12-17). Pablo se lo devuelve y pide el perdón para él, apelando a
la condición común de cristianos, que está por encima de los intereses
puramente jurídicos y materiales. Que la celebración de la eucaristía nos ayude
a avanzar en el seguimiento de Cristo, renunciando a todo lo que se interpone
en nuestro camino.