14 de enero de 2024 – Segundo Domingo Ordinario
Los participantes en la Asamblea Sinodal el mes de octubre pasado nos han compartido su experiencia de lo que significa una Iglesia sinodal. La han formulado en forma de convicciones, recomendaciones y peticiones. Todo ello ha supuesto un gran ejercicio de discernimiento de lo que el Espíritu está pidiendo a su Iglesia. Han experimentado lo que significa la comunidad eclesial, con sus carismas y ministerios y vocaciones al servicio de la misión de crear comunión en el mundo. Se trata de caminar juntos, no solo en la Iglesia sino también con toda la humidad, pues somos una única familia, la familia de los hijos de Dios, en la que todos somos hermanos.
La vocación cristiana fundada en el bautismo se realiza en las diversas formas de vida que son siempre una respuesta a la llamada de Cristo. Desgraciadamente, no solo los jóvenes sino también los adultos tienen dificultades hoy día para reconocer la voz de Dios.
Dios, sin duda, llama pero las personas no han sido iniciadas en cómo reconocer su voz (1 Sam 3,3-10.19). Hacen falta personas, como el sacerdote Elí o Juan Bautista, que sepan indicar claramente la presencia del Señor (Jn 1,35-42). ¿Dónde están esos testigos de la fe, esos pedagogos? Antes eran los padres, el sacerdote, los maestros, los religiosos. Ahora da la impresión de que todos hemos sido víctimas de esta cultura que crea un desierto espiritual. No existen iniciados y maestros espirituales. Curiosamente muchos, cuando buscan espiritualidad, se dirigen a los gurus orientales.
Dos de los primeros discípulos de Jesús tuvieron la suerte de tener ese maestro, Juan Bautista. Persona generosa y desprendida, no los quiso retener con él sino que les indicó con quién podían encontrar verdaderamente el sentido de su vida. Juan y Andrés se quedaron con Jesús una vez que convivieron con él apenas unas horas (Jn 1,35-42). Fue tal el impacto y la alegría que causó Jesús en ellos, que Andrés inmediatamente se lo comunicó a su hermano Simón Pedro. El encuentro con el Mesías llenó de tal alegría su vida que no se lo pudo callar. Quiso compartirlo con el más cercano e hizo que Pedro viniera a encontrarse con Jesús. Curiosamente Pedro no dijo nada ni sabemos qué es lo que experimentó; simplemente se quedó con el grupo. Pero Jesús lo empezó a considerar ya como la Piedra o fundamento de la futura comunidad de los discípulos una vez que Jesús haya desaparecido de entre ellos.
Hoy día nos interrogamos no sólo sobre la escasez de vocaciones sacerdotales y religiosas sino simplemente de cristianos. ¿Qué está pasando? Probablemente es la ausencia de invitación a “venid y veréis”, o la pobreza de experiencia de fe de nuestras comunidades, la causa del poco tirón que tenemos entre los jóvenes. La cultura actual es una cultura de la experiencia. Sólo cuenta aquello que se puede experimentar, ver, tocar, manipular y hacer interactivo. Solo el compartir experiencias suscita la experiencia. ¿Tenemos alguna experiencia bella que compartir de encuentro con el Señor?
Las personas buscan encontrar al Señor, hacer una auténtica experiencia de Dios, pero una experiencia religiosa encarnada en la realidad de nuestro mundo, que no huya de los problemas en los que todos estamos inmersos. ¿Dónde existen esos laboratorios de experiencia cristiana en los que uno puede experimentar que el Señor sigue vivo entre nosotros?
La Familia Marianista, que durante el mes de enero celebra a sus fundadores, el beato Guillermo José Chaminade y la Beata Adela de Trenquelleon, quiere ser uno de esos laboratorios de experiencia de Dios, de un Dios descubierto actuando en el mundo, que lucha por establecer su Reino y que tiene necesidad de nosotros para conseguirlo. Que nuestro encuentro con Jesús en la eucaristía nos transforme y haga de nosotros testigos creíbles que son capaces de decir a los demás: “venid y veréis”.