25 de diciembre de 2012 – Natividad del Señor- Medianoche
El desahucio de tantas familias, el hecho de tantas personas sin techo, sigue poniendo de manifiesto la realidad de la exclusión y privación de derechos fundamentales en unas sociedades que presumimos de democráticas y avanzadas. Como la Sagrada Familia, son muchas las personas que se sienten privadas del derecho a un lugar cubierto. La privación de un hogar, de un lugar caliente, deja a las personas a la intemperie. El hombre para vivir confiado necesita de un lugar acogedor donde poder cultivar la intimidad. Hay actos, como el nacimiento y la muerte, que requieren ser vividos en la intimidad, junto a los seres queridos, aunque la cultura actual cada vez más nos va privando del nacimiento y de la muerte. Lo hace, sin duda, en nombre de la seguridad, pero en nombre de ella estamos perdiendo tantas cosas.
Todo nacimiento es una gracia, un don Dios. Sobre todo en estos tiempos en que en nuestros países europeos nacen tan pocos niños. Ellos son, sin embargo, el mejor signo de que la vida merece la pena y que la vida no es simplemente para vivirla y disfrutarla sino para darla. En el caso del nacimiento de Jesús se nos manifiesta de manera especial la gracia de Dios (Tit 2,11-14). Jesús es el regalo de Dios por excelencia. En ese niño se nos da Dios mismo. Se nos da con esa delicadeza que Dios tiene, que no nos abruma ni aplasta. Aparece como un niño, que tiene necesidad de ser cuidado para poder vivir y crecer. Dios continúa siendo ese mendigo de amor que llama a nuestras puertas buscando posada (Lc 2,1-14). Aparentemente cada vez lo tiene más crudo y parece que las puertas se le cierran. Sin embargo, Él sigue creyendo en el hombre y sigue arriesgándose a venir a nuestro mundo.
Es la fe la que nos permite acoger el misterio de la Navidad. Ese misterio de amor de un Dios hecho niño sigue siendo un escándalo para la razón. Por eso la cultura actual prefiere hablar de Papá Noel, que no inquieta a nuestros contemporáneos, sino que favorece la sociedad de consumo. El nacimiento del Hijo de Dios en un lugar y fecha histórica constituirá siempre un desafío para nuestra razón. Los hechos, en efecto, se resisten a ser absorbidos por las explicaciones más o menos racionales. Hay que ser humildes, como los pastores, para acoger a Dios en nuestras vidas.
La presencia de Jesús ilumina la noche oscura de nuestro mundo y envuelve en la claridad de la fe a todos los que lo esperan como un día los pastores. El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande (Is 9,2-7). Se trata sin duda de la luz de la resurrección del Señor, misterio que ilumina toda la vida de Jesús, también su nacimiento. Sin la perspectiva de la resurrección, de nuestra propia resurrección, las Navidades se nos convierten en puro consumo.
El nacimiento de Jesús es la liberación de la opresión y del yugo al que estamos sometidos en la cotidianidad de la existencia, una existencia que continúa alienada entre las cosas. Tan sólo abriéndonos a Dios y a los hermanos concretos nuestra existencia es rescatada y adquiere un sentido. Lo llamativo en la liberación que anuncia el profeta es que no viene realizada por un héroe o un superhombre, sino precisamente por un niño. Dios ha querido tener un rostro humano y ha elegido el rostro del niño que irradia totalmente la alegría y la paz de Dios. Descubramos de nuevo el niño que todos llevamos dentro. No os invito al sentimentalismo ñoño sino a redescubrir los verdaderos valores con los que vibrábamos antes de quedar atrapados dentro de esta sociedad de consumo, que promete tanto y que, en realidad, nos frustra constantemente. Que la celebración de esta Navidad les conceda a todos la paz y la alegría que el Señor trajo al mundo y que yo deseo para todos ustedes.