Ningún profeta es bien recibido en su pueblo

8 de julio de 2018 – 14 Domingo Ordinario

 El papa Francisco ha suscitado como ningún otro papa el interés de creyentes y no creyentes. Pero también ha provocado una oposición más o menos declarada de sectores eclesiales y eclesiásticos que no están de acuerdo con su línea. Se le acusa de cambiar la doctrina católica, sobre todo en lo tocante al matrimonio cristiano, cuando en realidad lo único que está haciendo es querer renovar la pastoral de la Iglesia. Al final será también signo de contradicción para unos y otros, aunque por diversos motivos. A unos les parecerá revolucionario y a otros inmovilista.

Además del tema de la Iglesia chilena, en el que el papa estuvo mal informado, le van surgiendo problemas por parte de los que quieren cambios más acelerados. Francisco ha tenido que reafirmar la doctrina sobre la ordenación exclusivamente de varones. Ha tenido que parar a la Conferencia Episcopal Alemana que quería introducir la intercomunión eucarística con la Iglesia protestante, en los casos de los matrimonios mixtos. El papa, a pesar de su insistencia en la colegialidad en la Iglesia, ha dejado en este tema la responsabilidad al obispo diocesano.

También Jesús como los demás profetas experimentó la oposición de la gente (Ez 2,2-5). En general se piensa que los profetas son innecesarios. Cada uno puede saber lo que Dios quiere de él sin necesidad de intermediarios. Y, sin embargo, Dios a lo largo de toda la historia de la salvación ha elegido sus mediadores a través de los cuales ha hablado y actuado. Muchas veces esos intermediarios no eran mejores ni superiores a las personas a las que hablaban. Dios no los ha elegido por sus cualidades, sino por pura gracia.

Los contemporáneos de Jesús tienen razón en señalar su origen modesto. No se ve por qué Dios se tenía que fijar en él (Mc 6,1-6). Las resistencias de los paisanos de Jesús vienen del hecho de que les resulta una persona demasiado conocida y vulgar. Reconocen en Él una cierta sabiduría y milagros, pero eso no es suficiente para que Él sea el Profeta que trae la salvación de Dios. Dios tiene que salvar al hombre con medios más divinos. Jesús aparece a sus ojos como humano, demasiado humano. Ése ha sido el escándalo de la cruz, que Pablo formuló con tanta claridad. Dios ha escogido a los débiles para confundir a los fuertes (2 Cor 12,7-10).

Los profetas están condenados a predicar en el desierto, a confrontarse con la incredulidad de los contemporáneos, a verse desprestigiados, rechazados e incluso perseguidos y eliminados. El éxito no importa. Lo importante es que la Palabra de Dios resuene en el mundo. Se sabrá que hay profetas, que hay personas que hacen presente a Dios en este mundo unidimensional. El éxito de la palabra no depende del profeta sino del hecho de que es Palabra de Dios, es decir, una fuerza de salvación para el creyente. La Palabra realiza lo que anuncia. Por eso hay que seguir anunciando a Jesús, aunque tengamos la impresión de que predicamos en el desierto. La Palabra se abrirá camino en el corazón de los hombres.

Hay que tener fe en la Palabra y creer también en el hombre. La incredulidad no es el patrimonio de unos pocos, como tampoco lo es la fe. Fe e incredulidad conviven en el corazón de cada uno. Tan sólo la escucha de la Palabra y la adhesión a Dios son capaces de ir transformando nuestro corazón y haciendo que seamos menos incrédulos. Toda la Iglesia, todos los cristianos estamos llamados a ser profetas en nuestro mundo, a través de nuestras palabras, pero sobre todo a nuestras obras. Éstas deben ser como el sacramento que hace presente a Dios en nuestro mundo. No cabe duda que son las obras de misericordia las que mejor hablan de Dios y lo hacen presente.

Ser profetas no significa tener la capacidad de adivinar el futuro. Significa más bien ser capaz de leer e interpretar los signos de los tiempos a través de los cuales Dios nos está constantemente interpelando y provocando. Los creyentes sabemos que a través de todos los acontecimientos, buenos a malos, Dios nos quiere decir algo. El Espíritu del Señor, que habita en nosotros, nos ayuda a descifrar los signos del paso de Dios por nuestro mundo. Que la celebración de la eucaristía renueve nuestra adhesión al Señor Resucitado y nos haga testigos suyos.


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