25 de agosto de 2013 – 21 Domingo Ordinario
Algunos países y sus habitantes están habituados a ser los últimos en renta per capita, en producto nacional bruto, en índice de bienestar. Pero también los países desarrollados, a causa de la crisis existente, no han tenido más remedio que imponer recortes y pasar por la puerta estrecha. Y la verdad es que muchos hermanos nuestros lo están pasando muy mal. El futuro parece bloqueado para la mayoría de los jóvenes. Están apareciendo así nuevas categorías de pobres que se añaden a las tradicionales. El Evangelio está destinado a los pobres, a los que no tienen mucho que esperar de los poderes fácticos, pero que siguen creyendo que Dios hará justicia a sus pobres. Es de esta Iglesia de los pobres de la que habla el Papa Francisco.
Jesús habla con realismo de la salvación definitiva, que no es fácil garantizar. El miedo a que sean pocos los que se salven llevaba todavía hace cincuenta años a muchos a entrar por la puerta estrecha de la renuncia y el sacrificio (Lc 13,22-30). Surgió así un cristianismo exigente con el que se quería asegurar la salvación. Jesús insiste sin duda en el esfuerzo que hay que hacer para entrar antes de que la puerta se cierre. Pero ante todo quiere sacudir la confianza ingenua de los que piensan que basta pertenecer al pueblo elegido o estar bautizado para tener ya acceso al Reino. Uno puede llevarse el chasco de que el Señor no lo reconozca después de haber pasado toda una vida rezándole o sacrificándose por Él.
Lo más llamativo es que las puertas del Reino se abren a aquellos que parecían excluidos, a los paganos (Is 66,18-21). Se cumplirá aquello de que los primeros serán los últimos y los últimos los primeros. Entonces ¿qué hay que hacer? Dejar las seguridades puramente humanas convertirse al Reino. El Reino no se le puede conquistar con la violencia ni con los esfuerzos humanos. Es un don de Dios. Pero hay que saber acogerlo. Para ello hay que vaciarse de sí mismo, dejar todos los títulos de propiedad y presentarse pobre ante Dios. Reconocer que sólo Él nos puede salvar.
Pero el Reino no es una realidad abstracta. Es la persona de Jesús, que se hace presente en la vida de la Iglesia y del mundo. Entrar por la puerta estrecha es seguir a Jesús, vivir y encarnar los mismos valores que Él vivió y que le llevaron a la muerte y a la Resurrección. La única garantía de entrar un día en el Reino definitivo es entrar ya ahora y no dejarlo para el último momento de la vida. Tan sólo cuando uno ha ido viviendo el Reino en el día a día podrá entrar un día en el gozo definitivo del banquete que el Padre ha preparado para nosotros. Por ahora la puerta del Reino está abierta para todos. El único esfuerzo que hay que hacer es entrar y luego no salir.
Para que no nos pase lo mismo que al pueblo elegido, el Señor nos corrige suavemente (Hb 12,5-13). La Palabra de Dios nos ayuda a volver al verdadero camino cuando nos hemos desviado o nos hemos salido del camino. A nadie le gusta admitir que se ha equivocado, sobre todo cuando son los demás los que nos lo hacen ver. En este caso es Dios nuestro Padre el que trata de enderezar nuestros pensamientos y nuestros caminos para que no pongamos la confianza en nosotros mismos sino en su gracia que nos salva.
Participar en la eucaristía es tomar parte ya en el banquete del Reino. Alegrémonos porque la salvación es universal y demos gracias a Dios que nos ha llamado sin méritos propios.