Mis ovejas me conocen

26 de abril de 2015 – Cuarto Domingo de Pascua

 
En la medida en que va desapareciendo el sentido cristiano de la vida, se va volviendo más problemática la visión y vocación del hombre. La mayoría, incluso de los creyentes, están convencidos de que eso de la vocación es cosa de curas y monjas. Olvidan que no sólo todo creyente sino también todo hombre y mujer han sido llamados a la vida y tienen una misión en ella, una vocación. Ésta es precisamente la manera, irrepetiblemente única, que uno tiene de darse y entregarse, no de encerrarse dentro de sí.

La vocación personal es precisamente la manera irrepetiblemente única que uno tiene de abrirse a la comunidad, a la realidad social, las responsabilidades sociales, el compromiso social. Por eso la vocación personal es más íntima que la vocación a la vida religiosa o a la vida laical. Es más bien el alma que anima a cualquier otra vocación ulterior desde lo más íntimo de sí misma; es la fuente de todo acto, de todo gesto, de toda palabra personal.

El papa Francisco ha querido que esta Jornada mundial de Oración por las Vocaciones que celebramos hoy tenga como tema: “ el éxodo, experiencia fundamental de la vocación”. El evangelio de hoy es el del Buen Pastor, que es Cristo (Jn 10,11-18). El da la vida por sus ovejas. Entregar la propia vida en esta actitud misionera sólo será posible si somos capaces de salir de nosotros mismos. Cuando oímos la palabra «éxodo», nos viene a la mente inmediatamente el comienzo de la maravillosa historia de amor de Dios con el pueblo de sus hijos. Es esa corriente de amor que viene del Padre, a través del Hijo, la que anima la vida de la comunidad cristiana (1 Jn 3,1-2). Jesús, Buen Pastor, da la vida por nosotros y vivimos de su propia vida. Sólo en Él podemos encontrar la salvación (Hech 4,8-12). Él nos nutre con su palabra, con su cuerpo y su sangre.

En la raíz de toda vocación cristiana se encuentra este movimiento fundamental de la experiencia de fe: creer quiere decir renunciar a uno mismo, salir de la comodidad y rigidez del propio yo para centrar nuestra vida en Jesucristo. La vocación personal está más allá de las tareas concretas; más allá de las misiones recibidas; es más bien el hilo conductor que las unifica a todas. La vocación personal es la manera personalísima y única que cada uno tiene de ser «cristiano», a saber, su manera propia y única de darse y entregarse en toda experiencia humana. Lo cual equivale a decir que, cualquiera que sea la experiencia humana que estemos teniendo, podemos ponernos en contacto con el Señor de una manera enteramente personal y única en y por medio de esa misma experiencia humana. En otras palabras, podemos hallar a Dios en todas las cosas.

La vocación cristiana es sobre todo una llamada de amor que atrae y que se refiere a algo más allá de uno mismo, descentra a la persona, inicia un «camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios» (Benedicto XVI).

Responder a la llamada de Dios es dejar que él nos haga salir de nuestra falsa estabilidad para ponernos en camino hacia Jesucristo, principio y fin nuestra felicidad. Escuchar y acoger la llamada del Señor no es una cuestión privada o intimista que pueda confundirse con la emoción del momento. Es un compromiso concreto, real y total, que afecta a toda nuestra existencia y la pone al servicio de la construcción del Reino de Dios en la tierra. Por eso, la vocación cristiana, radicada en la contemplación del corazón del Padre, lleva al mismo tiempo al compromiso solidario en favor de la liberación de los hermanos, sobre todo de los más pobres (Papa Francisco). Que la celebración de la eucaristía y el encuentro personal con Cristo nos lleven a descubrir el misterio de nuestra vocación.


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