15 de agosto de 2019 – Asunción de la Virgen María
El gran reto que la cultura actual
lanza al cristianismo es el de ofrecer una plena realización de la
persona humana simplemente en este mundo y durante esta vida. Le basta esta
felicidad y rechaza como ilusoria la fe cristiana en la resurrección. Por eso
curiosamente las encuestas muestran que, mientras casi un noventa por ciento de
los españoles dicen que creen en Dios, en cambio son poco más del cincuenta por
ciento los que creen en la resurrección después de la muerte. Y todavía es más
sorprendente el que son muchos los que creen en la reencarnación, idea
típicamente oriental, que se ha ido infiltrando en nuestra cultura.
Para nosotros, marianistas, esta fiesta nos
sitúa de lleno en el último artículo del credo, al que el Beato Chaminade daba
tanta importancia al mismo tiempo que recomendaba su meditación frecuente:
credo en la resurrección de la carne y en la vida eterna (1 Cor 15,20-26). La
Asunción de María muestra toda una imagen de la humanidad nueva que ha
sido inaugurada ya en la resurrección de Jesús. No se trata del superhombre
sino de la realización del sueño de Dios en la humildad de una mujer, hermana
nuestra, que comparte con nosotros todas nuestras limitaciones y grandezas.
La Asunción es el coronamiento de toda una
vida en la que el último toque lo da Dios, haciendo que la Madre se parezca lo
más posible al Hijo ya que había estado asociada a todos sus misterios. Es en
cierto sentido el resultado de una vida de fe por la cual Dios vino a habitar
en su seno. Eso no cambió su vida sencilla sino que siempre fue peregrina en la
fe, tratando de discernir los signos de los tiempos en su historia concreta.
La fe fue el fundamento de su felicidad (Lc
1,39-56). María puso en el centro de su vida a Dios, manifestado en Cristo
Jesús, y se dedicó totalmente a la causa de su Hijo, la salvación de los
hombres. Porque se fue vaciando de sí misma, al final pudo llenarse totalmente
de Dios y dejarse transformar por la gloria del Resucitado. Esa transformación
afectó a la persona entera, cuerpo y alma, con toda la historia concreta
vivida.
María, exaltada en la gloria, no está lejos de
nosotros que nos debatimos todavía en medio de las dificultades de la lucha
contra el dragón, que amenaza siempre con devorar la vida naciente (Ap
11,9-12,10) . María, siempre solidaria con la Iglesia que peregrina, aparece
para todos nosotros como un signo de esperanza. Nuestra vida no es una
pasión inútil que termina con la muerte en la nada. Estamos destinados, también
nosotros, a ver transformados nuestros cuerpos y nuestras almas, las historias
que hemos vivido y todas las realidades que hemos amado. Todo esto es el germen
de la nueva creación inaugurada por Cristo y que vemos resplandecer
también en María.
En esta eucaristía alegrémonos con María
porque ha llegado ya a la meta deseada y pidámosle que ella sea siempre para
nosotros un signo de esperanza que nos lleve a trabajar por la venida del
Reino.