24 de marzo de 2019 – Tercer Domingo de Cuaresma
El Papa Francisco ha vuelto a hablar de la ofensiva del mal, incluso del maligno, que no perdona ni siquiera a los menores inocentes. El maligno se sirve incluso de las personas de Iglesia para destruirla, al menos en su credibilidad. Ante tanto sufrimiento, tenemos la impresión de que no existe Dios o que el mundo está dejado de las manos de Dios o se le ha escapado de sus manos. Son muchos los que lanzan inmediatamente la pregunta: ¿Existe Dios? ¿Dónde está Dios? ¿Cómo Dios puede permitir la muerte de tantos inocentes? ¿Qué le he hecho yo a Dios?
A estas preguntas el creyente no puede dar otra respuesta que la de Jesús ante las trágicas muertes que nos cuenta el evangelio de hoy (Lc 13,1-9). Ni los hombres ni Dios tienen la culpa de estos desastres. Dios, sin embargo, nos quiere decir algo a través de ellos. Es ese mensaje el que debemos acoger. ¿A qué nos invitan esos desastres? Ante todo a la solidaridad y a luchar contra el mal. En eso estamos de acuerdo creyentes y no creyentes. Sufrimos con los que sufren e intentamos con nuestra ayuda paliar ese dolor. Pero el creyente descubre además una llamada a la conversión, a reorientar nuestra vida hacia Dios.
Nuestra conversión no va a impedir que siga habiendo terremotos pero puede logra que no sigan muriendo inocentes y que los menores estén protegidos. Jesús está preocupado por el destino del hombre, sin duda ligado al destino de esta tierra que puede terminar de manera trágica. El destino eterno del hombre nos lo jugamos con nuestra vida. Lo terrible no es morir en un terremoto, sino morir tranquilamente en la cama, sumergido en el egoísmo, de espaldas a Dios. Entonces sí que se perece seriamente y se echa a perder la vida. Convertirnos constantemente a Dios es la manera de asegurar nuestra vida, no contra los terremotos sino contra la perdición definitiva.
El hecho de haber sido elegido por Dios no da ya al pueblo ninguna garantía mágica de salvación (1 Cor 10,1-6.10-12). Los israelitas durante el éxodo experimentaron las grandes hazañas realizadas por Dios a su favor: estuvieron protegidos por la nube, atravesaron el mar, comieron el maná, bebieron agua que brotó milagrosamente de la roca. Pero esto no les sirvió de nada a muchos que no agradaron a Dios con su conducta pecadora: codiciaron el mal, protestaron. Esa no es una historia pasada sino que constituye toda una advertencia de lo que nos puede pasar a nosotros si no nos convertimos en serio. De nada nos servirá el decir que somos cristianos, miembros de la Iglesia, si luego nuestra conducta es más bien la de los paganos.
La cuaresma es un tiempo de gracia y de conversión. Es la gran oportunidad que Dios nos da, no como unas rebajas de una gracia barata, sino al contrario para tomarnos en serio el amor de Dios en nuestras vidas y responder con nuestro amor. Nuestras vidas pueden ser todavía las de una higuera estéril, que año tras año no produce fruto. Sólo escuchando la llamada de Dios y el clamor de nuestros hermanos que sufren, seremos capaces, como Moisés, de tener una vida fecunda (Ex 3,1-8.13-15). Que la celebración de esta eucaristía haga que nuestras vidas, injertadas en Cristo, produzcan frutos buenos para la salvación del mundo.