8 de diciembre de 2017 – La Inmaculada Concepción de la Virgen María
La Iglesia experimenta muchas veces el rechazo en el mundo actual porque muchos piensan que, detrás de su mensaje de salvación, se esconde un deseo de dominio sobre las personas. Declarándonos a todos pecadores, ella se presenta como la única instancia de salvación de parte de Dios. Los no creyentes optan por afirmar que no es necesaria la salvación porque no existe el pecado o creen que no hay otra salvación posible que la que podemos alcanzar con nuestros propios medios. Ante los mecanismos perversos que descubrimos en nuestro mundo, incluso los creyentes nos sentimos muchas veces impotentes. La Iglesia, sin embargo, ha conservado siempre su confianza en la persona de María en cuyo destino ve anticipada su propia historia de lucha, de rechazo y de victoria. En el triunfo de la Mujer sobre el enemigo del hombre, la serpiente, la Iglesia ha descubierto su propio triunfo y el triunfo de la fe cristiana (Gn 3, 9-15.20).
El deseo de ser como Dios, motor en buena parte de la ambición desmedida de la cultura moderna, contiene, sin embargo, una parte de verdad. Dios no se ha guardado celosamente para sí sus privilegios, sino que quiere compartirlos con nosotros. Eso sí, como puro don, no como algo que le tenemos que arrebatar. En la persona de María Inmaculada vemos realizado ya el proyecto de Dios sobre toda la humanidad. Dios quiere introducir al hombre en su propia intimidad divina.
La fiesta de la Inmaculada nos recuerda ante todo que María fue redimida del pecado en virtud de la redención de Cristo. En ella el triunfo de la gracia fue tal que se vio preservada incluso del llamado pecado original que introdujeron Adán y Eva en la historia de la humanidad. Venimos a un mundo de pecadores, en el que el pecado está por doquier y ejerce una gran fascinación sobre todos nosotros, que de hecho cometemos muchos pecados. La figura de la Inmaculada, de una mujer que, desde el principio de su existencia, estuvo orientada hacia Dios, nos da a todos la certeza de que el hombre puede, también hoy, abrirse al misterio de Dios que nos envuelve.
Lógicamente no fue ningún mérito de María el vivir rodeada de la gracia y el amor de Dios. Fue eso, gracia (Lc 1,26-38). De tal manera Dios se le comunicó, que tomó carne en sus propias entrañas. Ese es el gran misterio de la santidad de María. Sobre ella viene el Espíritu Santo, que es el lazo de amor del Padre y el Hijo. En María se anticipa el Pentecostés que funda la Iglesia santa, aunque esté compuesta de pecadores. María estuvo llena de Dios desde el primer instante de su vida, no porque ella fuera capaz de hacer nada de especial, sino simplemente porque el Señor la había elegido para ser la Madre de su Hijo.
Dios ha triunfado totalmente del mal en la persona de María, nuestra hermana mayor, una de nuestra raza. Eso nos da la esperanza de que Dios un día triunfará sobre el mal y el pecado, también en nosotros. También nosotros hemos sido elegidos y llamados a la santidad desde toda eternidad (Ef 1, 3-6. 11-12). Al final no contará nuestro pecado sino el amor infinito que Dios nos tiene y nos ha manifestado en Cristo Jesús. Al final, también cada uno de nosotros sabrá acoger ese amor. Con esa esperanza no debemos desanimarnos ante el espectáculo que ofrece a veces el mundo y la sensación que tenemos de que nuestro esfuerzo pastoral es inútil. El Beato Chaminade estaba convencido de que María Inmaculada vencerá también esta indiferencia religiosa en la que está sumergida nuestra sociedad. Que la celebración de la eucaristía nos anime a todos a seguir combatiendo los combates de la Inmaculada en su lucha contra el mal en este mundo.