24 de julio de 2022 – 17 Domingo Ordinario
La mayoría de las personas parece que se han ido desconectando de la oración, de ese trato de amistad con Dios, de el diálogo con alguien que sabemos que nos ama. Sabemos que nos aman nuestros padres y a ellos acudimos en nuestras necesidades. Tenemos, en cambio, la impresión de que, si Dios existe, no se preocupa de nosotros, no es ese Padre que viene inmediatamente en nuestra ayuda. Tampoco la mayoría de las personas que conocemos suelen echarnos una mano cuando la necesitamos. La guerra de Ucrania, sin embargo, ha demostrado que en el corazón del hombre sigue habitando la bondad y el deseo de hacer el bien a los necesitados. Jesús, al enseñarnos el Padre Nuestro, afirma que la oración es siempre escuchada. Es verdad que hay que insistir una y otra vez (Lc 11,1-13). Por eso el papa Francisco nos pide constantemente que recemos por él.
El Padre Nuestro nos introduce en la intimidad de Dios para ver el mundo con los ojos de Dios. Dios ve el mundo con amor y por eso establece su Reino. El nombre de Dios es santificado cuando con nuestras vidas manifestamos que Dios es santo, es decir que Dios nos ama y nos salva. Es entonces cuando se establece su Reino de santidad, de justicia, de amor y de paz. Se trata del don de Dios mismo que nosotros acogemos y hacemos presente en el mundo. Es un Reino de perdón, que crea la unión de los hombres con Dios y de los hombres entre sí. Por eso somos ministros del perdón, perdonando a los demás. Al vivir todavía en este mundo, necesitamos el sustento diario y la protección de Dios frente a la tentación de abandonar la fe y vivir la vida simplemente de tejas abajo.
Debemos pedir ante todo el don del Espíritu Santo. Él contiene todos los demás dones y cosas buenas que pedimos a Dios. Pedir el Espíritu Santo significa pedir el amor de Dios. Dios lo ha puesto en nuestros corazones y es el Espíritu el que reza en nosotros. El hombre necesita muchas cosas, pero sobre todo busca ser amado y acogido por Dios. Y Dios nos ama y nos acoge dándonos su Espíritu.
A pesar de todo, algunas veces, quizás no somos escuchados. Darnos cuenta de ello es una gracia pues descubrimos que Dios es una persona libre, que nos ama libremente y que no la debemos ni podemos forzar. Hay que respetarla en su libertad. Gracias a Dios sabemos que Él está siempre de nuestra parte. Por eso para los que aman a Dios, todo coopera para su bien. En la oración de petición no se trata de querer vencer a Dios para que haga lo que nosotros queremos. La verdadera victoria para el creyente consiste más bien en dejarnos vencer por Dios, en rendirnos ante Él, en aceptar su amor incondicional.
Abrahán es el amigo de Dios. Dios no le oculta nada de lo que piensa hacer (Gn 18,16-33). Incluso se aconseja con Abrahán cuando tiene que tomar una decisión grave, como la de castigar a toda una ciudad pecadora. Abrahán razona con gran sensatez, buscando el que Dios quede bien y no cometa una injusticia, castigando a justos e injustos. Su amistad es tan grande que Abrahán se atreve a sugerir que perdone a los culpables a causa de los justos.
Lástima que Abrahán en su regateo con Dios no se atreviera a rebajar todavía un poquito más el precio que Dios iba poniendo a la salvación de la ciudad. Un justo salva el mundo: “Quien salva un hijo de Israel es como si salvara el mundo entero”, recuerda un dicho rabínico. A Abrahán le pareció que ya había obtenido un buen precio. Desgraciadamente en la ciudad no había ni diez justos. Y, sin duda, Dios hubiera estado dispuesto a perdonar por un justo. Y quizás no era necesario que estuviera en la ciudad. Bastaba que su amigo Abrahán, un justo, se lo pidiera. De hecho cuando Jesús pidió el perdón para todos, el Padre lo concedió. Lo importante no es el número de los justos sino el que el amor de Dios encuentre una respuesta de amor. En la eucaristía acogemos ese amor y respondemos con nuestro amor hecho oración y servicio.