26 de mayo de 2013 – Santísima Trinidad
Cada vez se va extendiendo más la búsqueda de una espiritualidad o espiritualidades. Forman parte del bienestar psicológico que todos buscamos, sobre todo los que pueden pagárselo. No nos conformamos simplemente con consumir objetos sino que queremos experimentar bienestar. Un bienestar que procede de nosotros mismos. Para descubrirlo pagamos a los “maestros espirituales”. Estas espiritualidades son espiritualidades sin religión y sin Dios, sin Cristo ni Iglesia. O si se quiere uno mismo es el pequeño dios, objeto de culto y adoración, bajo la forma bien conocida del narcisismo: Narciso contemplándose a sí mismo en la fuente, enamorado de sí mismo y ahogándose en esa fuente. Me temo que para muchos que frecuentan esas espiritualidades el desenlace pueda ser el mismo.
Esas espiritualidades han surgido como respuesta al déficit de experiencia vital de las religiones tradicionales, incluidas el cristianismo en estos momentos bajos en los que nos toca vivir. La fe, cristiana, sin embargo, surgió de la experiencia del encuentro con el Señor Resucitado que nos da su Espíritu. La experiencia del Espíritu no se traducía únicamente en los fenómenos más o menos extraordinarios a los que apelan hoy día los movimientos carismáticos, con sus dones de lenguas o de curaciones. Era más bien una experiencia accesible a todos: la experiencia del amor, haber sido amados por Dios y poder amar a Dios y a los demás (Rom 5,1-5). Se trataba de una experiencia revolucionaria. El hombre, en las religiones antiguas, buscaba y amaba a Dios, pero Dios no le respondía con amor. Él tenía otras cosas más importantes que hacer que ocuparse de los hombres.
Es el Espíritu el que nos ha permitido experimentar de manera histórica ese amor Dios. Ese amor se ha manifestado en la entrega del Hijo por todos nosotros, precisamente cuando éramos enemigos de Dios. La experiencia del perdón de Dios es una de las primeras que nos permiten experimentar el amor incondicional de Dios. Es una experiencia de paz y de reconciliación que nos hace sentir hijos de Dios y, por tanto, amados por Él.
El amor de Dios, vivido en lo cotidiano, es la garantía de la esperanza cristiana, que sabe que el amor no muere, sino que es ya anticipación de lo definitivo. Esa esperanza hace que nuestro valor y resistencia queden probados a través de la perseverancia en el bien en medio de las dificultades que experimentamos todavía en la vida. El cristiano sabe que el Señor resucitado ha triunfado ya sobre todas las fuerzas de destrucción que existen todavía en el mundo. Por eso no nos desanimamos ni tiramos la toalla sino que luchamos para que el mundo nuevo llegue a todos.
Es el Espíritu el que nos sostiene en este combate cotidiano y nos va introduciendo en la verdad plena que anunciaba Jesús (Jn 16,12-15). Sus discípulos en la víspera de la pasión tan sólo veían el lado negativo de lo que iba a ocurrir. Será el Espíritu el que poco a poco los introduzca en la realidad definitiva del Resucitado, que ha triunfado sobre el odio y el mal de este mundo. Esa verdad es en realidad una persona. Al final se darán cuenta que en la vida de Jesús se les ha manifestado totalmente Dios Padre. Los discípulos tuvieron la dicha de poder convivir con Jesús. Vivir con Él, era en realidad, vivir con el Padre.
Esta verdad plena revela también la auténtica verdad del hombre. Nuestra relación con Dios no es una realidad abstracta sino que adquiere los matices que vemos en nuestras relaciones personales tan diferentes, según se trate del padre o la madre, el hermano o la hermana, la esposa o el hijo. Sin duda estas relaciones humanas tienen siempre sus limitaciones y crean sus complejos.
Dios Padre es sencillamente amor del que procede todo y que nos da su misma vida. El Hijo encarnado en Jesús nos muestra el camino de la verdadera fraternidad humana. Sólo a través del don de sí podemos reconocer al otro como hermano. El Espíritu es inspiración creadora, que no nos quita la libertad cuando nos dejamos guiar por Él sino que nos lleva a la meta deseada, la intimidad con Dios. Este Dios que se nos hace presente en la Eucaristía y nos incorpora a su vida divina para que la hagamos presente en el mundo.