4 de febrero de 2018 – Quinto Domingo Ordinario
El paro actual no sólo está golpeando económica y socialmente a las personas y familias. Está minando también la salud psicológica de los individuos, llevándolos a la depresión, a la pérdida del sentido de la vida, a la impresión de estar de más en el mundo, de ser objeto de descarte. El hombre necesita sentirse útil en la vida para tener una sana estima de sí mismo y abrirse a la aceptación y reconocimiento de los demás. La vida es un servicio (Job 7, 1-4. 6-7). A veces puede ser un duro trabajo, pero sólo así puede realizar su misión de hombre. Si uno ve que no te quieren en ninguna parte, es difícil creer que Dios te ame y se preocupe de ti. Jesús tiene conciencia de haber sido enviado por el Padre con la misión de anunciar el Reino y hacerlo presente con sus palabras y con sus obras (Mc 1,29-39). Eso da sentido a su vida. El Reino fue su pasión y Él fue un apasionado del Reino.
Jesús dejó su profesión de carpintero, que hasta entonces llenaba su día, pero su agenda contenía siempre un programa apretado. Por la mañana en la sinagoga, en donde cura un leproso, después comida en casa de Pedro. Pero la cocinera, la suegra de Pedro, estaba enferma. Jesús la curó y los servía, preparándoles la comida. Así es la venida del Reino. Cambia totalmente la situación de las personas. Personas, que antes no servían para nada, ahora sirven a los demás. A la puesta del sol, al empezar el nuevo día, la gente que se ha enterado del milagro, trae todos los enfermos y poseídos del demonio. Jesús curó a muchos, pues reparte a manos llenas lo que ha recibido del Padre. Jesús podía irse tranquilo a dormir. Pero en realidad durmió poco.
De madrugada se marchó a un descampado y allí se puso a orar. Sólo orando se puede entrar en el corazón de Dios y ver las cosas como Él las ve: con un corazón amoroso de Padre, que sufre al ver las desgracias de sus hijos. Jesús dedica tiempo a la oración para descubrir su misión e identificarse con ella. Sólo así se liberará de la tentación del activismo y de querer vivir en olor de multitudes.
Sus discípulos, en cambio, vienen a por él porque la gente se había puesto a buscarlo. Pero Jesús no se deja atrapar por el deseo de curar a todos. Sabe que la misión que el Padre le ha confiado es más compleja y difícil. Hay que anunciar la Buena Noticia también en los demás pueblos. El evangelio tiene un alcance universal. Lo primero que tiene que hacer es anunciarlo.
Es llamativo lo bien que Pablo asimiló esa conciencia misionera (1 Cor 9,16-23). También él está en misión, no por propia iniciativa, ni por el gusto de viajar por el mundo, sino simplemente porque le han confiado un encargo. Por eso tiene que realizarlo, incluso sin gusto y a pesar suyo. Es simplemente la conciencia de la responsabilidad y de la palabra dada. Bueno, y ¿cuál va a ser la paga? Ninguna. El anuncio del evangelio es un trabajo impuesto como el de un esclavo que no puede reclamar un salario a su Señor. Ni tan siquiera puede pedir que se lo agradezcan. Ha hecho lo que tenía que hacer. ¿Cuál es pues su recompensa? De manera provocativa Pablo dice que consiste en anunciar el evangelio gratuitamente renunciando a sus derechos.
Una persona libre como él se ha hecho esclavo, adaptándose a los demás. Así ha visto su vida transformada por ese evangelio que anuncia gratuitamente a los demás viviéndolo él mismo. Sí, la recompensa de anunciar el evangelio es darse cuenta que uno tiene que predicar con el ejemplo, y esa vivencia del evangelio te transforma, te hace ver la vida de otra manera. La libertad ya no es llevar uno la iniciativa en la vida sino estar disponible a lo que Dios y los demás pidan de uno. Que la celebración de la eucaristía haga de nosotros servidores entregados a anunciar el Evangelio.