25 de febrero de 2024 – Segundo Domingo de Cuaresma
La situación de guerra mundial a pedazos, como la ha denominado el papa Francisco, y la crisis generalizada- política, económica, social- hubieran podido ser la gran oportunidad para, en el silencio y el recogimiento, escuchar la voz de Dios. Desgraciadamente hemos seguido escuchando las voces de los que dominan el mundo y tratan de hacernos pasar el tiempo de manera divertida. Tan sola algunas voces, como las del Papa Francisco, se han atrevido a decir que nuestro estilo de vida consumista no puede dar más de sí. Hay que cambiar totalmente nuestras vidas, tanto individual como colectivamente. Sin duda la crisis nos está ya haciendo apretar el cinturón pero tenemos la esperanza de que todo vuelva a ser como antes, cuando se vivía bien, los que vivíamos bien.
De nuevo volvemos a pensar en una felicidad fácil, al alcance de nuestro bolsillo. Pero la cuaresma nos lo va recordando que la verdadera felicidad sólo se encuentra en el seguimiento de Cristo. La cuaresma nos ofrece todo un camino de transformación en diálogo con Cristo. ¿Cómo me sitúo ante Cristo? ¿Cómo se situó Cristo ante Dios? El evangelio muestra que Jesús desde su bautismo se considera el Hijo amado del Padre. Es esa convicción el que lo lanza a la vida misionera. En ella va a encontrar una gran oposición que probablemente le suscitaría sus dudas e interrogantes. También los discípulos que lo acompañaban se vieron desorientados ante lo que decía y hacía. Empezaron a experimentar el escándalo de la cruz.
El escándalo de la cruz radica en el hecho de que el cristiano profesa que Dios ha salvado al mundo entregando su Hijo a la muerte por nosotros pecadores (Rom 8,31-34). El hecho de la muerte salvadora de Jesús se expresa en su resurrección, con la que el Padre legitima toda la aventura histórica de Jesús, sobre todo su obediencia filial hasta la muerte. Jesús fue siempre el Hijo amado del Padre y no un blasfemo.
La transfiguración de Jesús nos ayuda a seguir caminando en nuestra cuaresma con Jesús hacia Jerusalén para participar en su muerte y resurrección (Mc 9,1-9). No tiene nada de extraño que los discípulos no comprendieran su sentido y se preguntaran qué significaba “resucitar de entre los muertos”. Estaba claro que no se trataba de una resurrección de un muerto como las que se cuentan en el Antiguo Testamento o las que realizó el mismo Jesús. En ellas, más que resurrección se trataba de una vuelta temporal a la vida para después volver a morir. La resurrección de Jesús, en cambio, significa la intervención definitiva de Dios para salvar a la humanidad. Jesús resucitado vive para siempre, para nunca más morir, y se ha convertido en causa de vida para todos los que creen en Él.