17de mayo de 2015 – Ascensión del Señor
Cada vez más los progresos de la técnica nos permiten acortar las distancias. Aunque una persona querida no esté a nuestro lado, los medios de comunicación de los que disponemos nos permiten una presencia, que llamamos virtual. Todavía no sabemos muy bien en qué consiste este tipo de presencia pero vemos que cada vez más vivimos en ese mundo virtual, que tiene también su realidad. La resurrección de Jesús supuso al mismo tiempo el cese de un tipo de presencia y al mismo tiempo el comienzo de otra manera de hacerse presente. Una presencia si cabe más intensa y universal que la de su vivir histórico.
No es que la Iglesia llene el hueco dejado por la ida de Jesús en su ascensión a los cielos (Mc 16,15-20). En realidad el Señor sigue presente colaborando y confirmando la Palabra. El Señor resucitado es el verdadero protagonista de la evangelización a través de su Espíritu. La Iglesia es al mismo tiempo la comunidad de los que acogen esa Buena Noticia, la viven y la hacen presente en el mundo mediante las palabras y las obras.
La Ascensión y la venida del Espíritu inauguran el tiempo de la misión a los pueblos paganos, prolongando la misión de Jesús en Israel. Judíos y paganos son invitados a formar un solo cuerpo en un mismo Espíritu (Ef 4,1-13). Se inaugura una nueva fase en la historia religiosa de la humanidad que es invitada a compartir una sola fe. El fundamento de la unidad está en la Trinidad misma que dirige la historia de la salvación.
La acción de la Iglesia, como la acción del Espíritu, no añade nada a la obra del Señor Jesús, único mediador entre Dios y los hombres. Él es el Redentor de todos y su obra está completa. Lo que se le pide a la Iglesia es simplemente que proclame esa Buena Noticia a toda la creación. La salvación no es un fenómeno que afecta únicamente a la humanidad sino que toca a todo el universo. El evangelio es una fuerza de salvación y su proclamación tiene una eficacia sacramental. Las potencias de este mundo saben que sus horas están contadas.
La Iglesia camina junto con los hombres y con ellos discierne los signos de los tiempos a través de los cuales el Señor nos pone en alerta frente a la realidad del pecado y nos invita a acoger siempre su gracia. Como cristianos estamos llamados a ser fermento de vida y de liberación en nuestro mundo. Experimentamos en nosotros la fuerza y la energía del Señor resucitado que nos libra de todos los peligros y nos hace instrumentos de su liberación. Los cristianos nos comprometemos a fondo con la historia del hombre y no nos quedamos cruzados de brazos mirando al cielo (Hech 1,1-11). El Señor sigue presente en nuestro mundo a través de su Espíritu que anima toda la historia humana. Él es el que alienta todo este deseo de liberación que vemos en los diversos pueblos y culturas. Se traduce sobre todo en la lucha a favor de los derechos del hombre, reconocidos de manera teórica pero que no logran realizarse en la práctica.
La experiencia de la presencia del Señor resucitado nos hace permanecer fieles a la tierra sin olvidar la meta de nuestro caminar. Nos empeñamos en serio en transformar nuestro mundo en una tierra nueva en que habite la justicia y no nos dejamos atrapar por la tentación de un mundo puramente unidimensional en el que desaparece la dimensión vertical del hombre. Esa dimensión tiene ambos polos, el cielo y la tierra. Desde el principio de la creación, ambos extremos están unidos por el amor y la presencia de Dios.
En la Eucaristía experimentamos la presencia del Señor resucitado. Alegrémonos con su triunfo, que es también el nuestro. El no nos ha dejado solos sino que continúa a nuestro lado, actuando con nosotros y confirmando nuestras palabras con los signos de un testimonio creíble.