15 noviembre de 2015 – 33 Domingo Ordinario
La encíclica “El cuidado de la casa común” del papa Francisco nos recuerda con San Pablo que la creación entera está en dolores de parto. Esperamos un mundo nuevo donde habite la justicia y no la explotación de la naturaleza y del hombre por el hombre. En la historia siempre ha habido grupos más o menos radicales que, ante la situación catastrófica del mundo, esperen que llegue el fin anunciado por las Escrituras (Dan 12,1-3). En realidad la Palabra de Dios no se interesa por la destrucción física del universo, sino por la salvación del hombre. Anuncia la desaparición de una forma de existencia oprimida, al irrumpir el Reino de Dios, que cambia la vida de los hombres (Mc 13,24-32). Dios no quiere amenazarnos con el fin del mundo sino más bien mostrarnos que Él es el Señor de la historia y que ésta no es un sucederse de acontecimientos sin sentido. La historia es el lugar de la salvación y de la liberación. La historia viene de Dios y va a Dios y en su centro está el acontecimiento de Cristo Jesús que le da su sentido. La salvación en realidad no es una cosa, es la persona misma de Cristo. Vivimos en el tiempo privilegiado inaugurado por Él.
La transformación profunda de la historia en Cristo Jesús, la Iglesia la quiere mostrar situando al creyente en una forma de tiempo diferente. Por eso el final del año litúrgico no coincide que el del año civil. Vivimos sin duda en el mismo mundo de todos los hombres, compartimos sus usos y costumbres, pero nos mueve un espíritu diferente. La Iglesia, al acercarse el final del año litúrgico, nos recuerda que estamos viviendo en el tiempo definitivo o final. A partir de la resurrección de Cristo ha empezado esta nueva forma de vida, la vida cristiana, situada por medio de dos coordenadas. La línea de la encarnación nos hace estar con los pies en la tierra, comprometidos a fondo en la transformación del mundo según las exigencias del Reino. Nos lleva a luchar por la paz, la justicia y la integridad de la creación. La otra línea, la de la realidad definitiva, nos hace mirar hacia el horizonte de Dios, que está viniendo constantemente a nuestro encuentro, en cada situación, en cada acontecimiento, en cada persona.
Ese mirar hacia el futuro de Dios hace que no nos instalemos definitivamente en esta vida, que no creamos que la vida es simplemente para disfrutarla al día, sin pensar en el futuro de las demás generaciones que nos seguirán. Nos ayuda a leer los signos de los tiempos, que indican que el invierno ya ha pasado y es posible vivir la primavera del Espíritu. Él nos capacita para descubrir la presencia de Dios en las diversas provocaciones que nos interpelan en la historia cuando los otros hombres tan sólo ven más de lo mismo o creen ingenuamente en el progreso indefinido. Como creyentes, no podemos identificar lo provisional con lo definitivo. Ninguno de los progresos y avances tecnológicos de la humanidad pueden ocupar el lugar de Dios, Señor de la historia.
Jesús ha llevado la historia a su cumplimiento y realización, sin abolirla, sino dejando siempre un margen para nuestra espera y esperanza. Ésta es la virtud teologal que nos lleva a esperar que se realizará también en nosotros lo que ya se realizó en Cristo. Esperamos que la resurrección se muestre también de manera clara en nuestras vidas, llevando a plenitud el germen que hemos recibido en el bautismo y que cultivamos con tanto cariño, la vida de Dios en nosotros.
Nuestras vidas están orientadas y atraídas, no por un acontecimiento visible y espectacular del mundo, sino por la persona del Señor Resucitado. Él es el centro de nuestro amor y de nuestra espera. Nuestra esperanza nos ayuda a descubrir ya los signos de su presencia misteriosa de manera que no nos hundamos en la desesperación ante los problemas de nuestro mundo sino que seamos capaces de trabajar con esperanza y creatividad. La esperanza cristiana no nos lleva a cruzarnos de brazos, esperando que Dios intervenga de manera milagrosa, sino que sabe que Dios actúa a través de los hombres que quieren colaborar con Él. Es en la eucaristía donde orientamos totalmente nuestras vidas hacia el Señor y gritamos: “Ven, Señor Jesús”.