El Espíritu del Señor está sobre mí

23 de enero 2022 – 3 Domingo Ordinario

Los políticos al comienzo de su mandato suelen hacer un discurso programático que guiará sus actuaciones de gobierno. También Jesús hizo así,  al comienzo de su vida pública, en la sinagoga de su pueblo entre sus paisanos (Lc 1, 1-4; 4, 14-21). Las propuestas de Jesús recogían los anhelos del pueblo alimentados por el conocimiento de los profetas que anunciaban la intervención liberadora de Dios. Lo curioso es que Jesús termina diciendo abiertamente que aquellas promesas que ha recordado se acaban de cumplir para aquellos que las habían escuchado. Los oyentes debieron de quedar sorprendidos pues aparentemente nada había cambiado con aquel discurso. Jesús confía en que la palabra de Dios que acaba de evocar tiene la fuerza de cambiar la realidad. Nos anuncia, por tanto, que estamos en el tiempo final que es el de la realización de las promesas. Tenemos, pues,  la clave de interpretación de la historia de la salvación que nos transmite la Escritura.

Pero lo más llamativo de la interpretación de Jesús es el vincular la Escritura a su propia persona. Él es la realización de la Escritura y no sólo de este pasaje mesiánico, que habla de la misión del futuro Mesías, una misión de gracia y liberación. A partir de este momento la lectura cristiana de la Escritura es una lectura en clave cristológica. La Escritura habla de Cristo. La Escritura es la Palabra de Dios y esa Palabra se ha hecho carne en Jesús, el Verbo de Dios. Todas las palabras de la Escritura nos hablan de la Palabra con mayúscula, que es Cristo. Tan sólo a la luz del misterio de Cristo, de su vida muerte y resurrección, la Escritura se desvela y deja de ser un mensaje sellado que necesita explicación. En Cristo la Escritura alcanza su cumplimiento, es decir, su realización. La Escritura nos habla del amor de Dios y eso se ha hecho realidad definitiva en la persona de Jesús. El lenguaje del amor es el único lenguaje que entienden todos. La acción de Jesús inaugura el gran Jubileo de gracia y de liberación de parte de Dios. Ese anuncio es Buena Noticia para todos los pobres y oprimidos que esperaban la intervención definitiva de Dios.

La comunidad cristiana es una comunidad litúrgica, como lo era también Israel (Neh 8,2-10). En ella la comunidad confronta su vida con la Palabra de Dios y encuentra en ella la luz y la fuerza que necesita para hacer presente a Jesús en el mundo. Esa palabra ilumina sobre todo el misterio pascual, expresión de un amor que ama hasta el extremo. La Iglesia, como comunidad litúrgica, es toda ella carismática y ministerial. Su servicio al mundo consiste ante todo en hacer presente el amor misericordioso de Dios. La Iglesia se siente solidaria del destino de los hombres, sobre todo de los pobres. Cuando uno sufre, todos sufrimos con él (1 Cor 12,12-30).

El Espíritu regala en abundancia sus dones para construir el cuerpo de Cristo. Un cuerpo que muchas veces contemplamos sufriente y doliente. Un cuerpo desgraciadamente desgarrado por la falta de unidad entre los cristianos. Durante toda esta semana hemos estado rezando por la unión de los seguidores de Cristo. Esa unidad no elimina, sino que, por el contrario, implica la  diversidad. La unidad es unidad en la diversidad; la diversidad está integrada en la unidad. Cada uno debe considerar que el otro es un don para sí y ser acogido también como don por el otro. En ese diálogo y reciprocidad de carismas se construye el cuerpo de Cristo. Esos dones se traducen en una serie de ministerios eclesiales de manera que el ministerio ordenado o sacerdotal no debe monopolizar la acción de la comunidad. En ella todos somos protagonistas, todos damos y recibimos, todos aprendemos y enseñamos. Sin duda existe un carisma particular de la jerarquía que hace que ella discierna y armonice los diversos carismas.

En la celebración de la eucaristía, mediante la participación de cada uno, en comunión con toda la comunidad eclesial,  construimos el Cuerpo de Cristo. Él sigue vivo, presente en el mundo realizando la obra de liberación del hombre, a la que todos colaboramos con nuestras palabras y obras de misericordia.


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