El abismo entre ricos y pobres

25 de septiembre de 2016 – 26 Domingo Ordinario

 

La distancia entre los países pobres y ricos sigue aumentando y pronto será un abismo imposible de franquear. También las personas ricas son cada vez más ricas y las pobres más pobres. Un grupo pequeño de personas acapara casi la mitad de los recursos de toda la humanidad.  Las promesas de luchar por suprimir el hambre en el mundo han quedado en buenas palabras. El papa Francisco ha invitado muchas veces a dar un no rotundo al ídolo del dinero al que se sacrifica a tantas personas.

En los inicios de su predicación Jesús, en las llamadas bienaventuranzas, en la versión de Lucas (Lc 6,20-26), pronunció su bendición sobre los pobres y su maldición sobre los ricos. No hacía más que seguir la senda de los antiguos profetas (Am 6,1ª.4-7), que se distanciaron de la mentalidad simplista del pueblo, que creía que los buenos eran siempre recompensados con bienes en esta vida. La riqueza es, sin duda, una bendición de Dios, pero muchas veces acaba convirtiéndose en maldición. El mal no está en la riqueza misma sino en el corazón del que la usa. La tentación del hombre es la de buscar la bendición, la riqueza, y olvidarse de Dios.

El rico Epulón disfruta de la riqueza banqueteando cada día y vistiéndose de púrpura y lino (Lc 16,19-31). No se entera de que a su puerta yace el pobre Lázaro que no logra saciar su hambre porque no le dan ni las sobras de la mesa del rico. Esta parábola es una imagen elocuente de la situación de nuestro mundo en el que un pequeño grupo de personas acapara la mayoría de los bienes de la humanidad y no se preocupa de la suerte de tantos millones de personas azotadas por la plaga del hambre. Las ignoran y para ellos simplemente no existen. Tengo dinero luego existo. El que no tiene dinero no existe. ¿Cómo van a existir si para vivir es necesario tener mucho dinero? Pero la realidad es que existen, aunque no saben si podrán existir mañana.

El Reino de Dios viene a hacer justicia sobre todo a los pobres y a los oprimidos. Viene a cambiar la situación para que no existan esos desequilibrios de los que siempre disfrutan y de los que siempre sufren y sufrirán. Desgraciadamente esta es una de las pocas parábolas en las que el Reino aparece para el más allá, para el otro mundo, para después de la muerte. El peligro de que la religión se convierta en opio del pueblo es evidente. A los pobres Lázaros se les puede pedir que estén tranquilos, que no se rebelen, porque en el otro mundo recibirán la recompensa en el cielo mientras los ricos irán al infierno.

No es eso lo que quería decir Jesús ni el evangelista. Sin duda el juicio de Dios, anunciado para el final de los tiempos, está teniendo lugar ya y es un juicio definitivo. Hay todavía tiempo para la conversión, pero ésta urge. Lo comprende bien el rico cuando ha experimentado el desenlace de su vida y no quiere que sus hermanos corran la misma suerte. Confía que el milagro de ver a un muerto resucitado les lleve a convertirse, a superar ese abismo que existe entre ricos y pobres, abismo que existirá entre la salvación y la perdición. No cabe duda de que los hombres debieran convertirse ante el acontecimiento de la resurrección de Jesús, pero vemos que siguen tan tranquilos.

No son los milagros espectaculares, ni tan siquiera el de la resurrección los que llevan a la conversión. Es necesario un camino más normal y cotidiano. Se trata de escuchar la Palabra de Dios, que nos revela la verdad de la vida y de los bienes de este mundo. Tan sólo abriéndonos a la voluntad de Dios, que ha creado todos los bienes para todos y que ha hecho de los ricos los administradores de los bienes a favor de los pobres, podremos convertir nuestras vidas hacia Dios y hacia nuestros hermanos necesitados. Si queremos vivir de veras la comunión fraterna que celebramos en la eucaristía no podemos menos que trabajar por crear un mundo distinto donde todos podamos estar sentados a la misma mesa como hermanos.

 


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