20 de diciembre de 2015 – Cuarto Domingo de Adviento
Al ser de un pueblo pequeño, cuando me preguntan dónde he nacido, a los españoles he tenido que explicarles en qué provincia está. A los extranjeros, que no conocen la mayoría de nuestras provincias, hay que indicarles las coordenadas de los puntos cardinales. La aldea de Belén había salido del anonimato gracias a que en ella nació el rey David. Pero aún así continuaba siendo una aldea pequeña al decir del profeta (Miq 5,1-4). A pesar de todo allí iba a nacer el Mesías de Israel. Eso cambiará la suerte de esa aldea y pasará a ser conocida de todos en la historia cristiana. Jesús nació en la periferia del mundo, en el seno de una familia pobre y desconocida. No es uno de esos héroes que vemos desfilar en nuestros libros de historia, donde sólo cuentan los grandes. Jesús, naciendo en un rincón perdido de la geografía del imperio, ha hecho suya la historia de los pobres y sencillos.
Los pobres se echan una mano entre los familiares, porque no pueden permitirse el lujo de tener criados. Los pobres y sencillos saben percibir la grandeza de los gestos más pequeños. Isabel descubre inmediatamente que su prima María lleva en su seno alguien que es más importante. Esa prima es ahora la Madre de mi Señor. La visita de María a Isabel pone de relieve el gran amor de María que, ya encinta, emprende un largo camino para ayudar a su prima, que está ya en los meses finales de la espera de un hijo (Lc 1,39-45). Pero el gran regalo que María hace a Isabel es la presencia de Dios en su seno, presencia reconocida inmediatamente por Juan y por su madre. No hay que extrañarse pues de los saltos de gozo de Juan en el vientre de su madre. Isabel reconoce inmediatamente la fe de María, que ha sido la causa de toda la alegría que ha irrumpido en el mundo con la encarnación de Dios. La fe de María ha sido la acogida y la respuesta al amor de Dios que ha querido tomar carne en su seno.
Ese amor de Dios es lo que ha movido al Hijo de Dios a encarnarse. En ese momento el Hijo de Dios dice: “Aquí estoy yo para hacer tu voluntad” (Hb 10,5-10). Toda la historia del pueblo de Dios, ritmada por los sacrificios y ofrendas no acababa de enderezarse y entrar en el camino que Dios quería. Es necesario que Dios mismo venga en la persona del Hijo para arreglar esa historia. Ya no se trata de ofrecer cosas al Señor, sino de ofrecerse a sí mismo. Por eso Jesús ha tomado un cuerpo mortal, para poder hacer libre y amorosamente la ofrenda de su vida al Padre, a favor de sus hermanos los hombres. Este gesto de amor que se ofrece al Padre y a sus hermanos es verdaderamente redentor y salvador.
La disposición con la que Jesús entra en el mundo es la de hacer la voluntad del Padre. Esa voluntad expresa ante todo el designio amoroso que Dios tenía respecto al hombre desde el momento de la creación. El hombre, creado a su imagen y semejanza, está llamado a entrar en la intimidad de Dios. Pero no será una hazaña sobrehumana la que le lleva a escalar los cielos para poder estar allí. Será Dios el que desciende al lugar del hombre, lo tomará en sus brazos y lo hará partícipe de su vida. Dio se hace hombre para que el hombre llegue a ser Dios.
El hombre, como María, tiene que acoger a Dios con fe en su vida. La historia de la salvación es una historia de fe. Es la historia de unos hombres y mujeres que intentan seguir el ejemplo de Abrahán y el ejemplo de María. Abrahán, fiado de la promesa de Dios, abandonará su patria y su familia y se pondrá en camino. También María, habiendo acogido la promesa de Dios, se pondrá en camino. Cuando uno ha experimentado una gran alegría no se la puede guardar para sí sino que corre a comunicarla a los familiares y amigos. Que María nos ayuda a acoger con fe a Jesús en esta eucaristía y nos prepare al encuentro con Él en la Navidad.