27 de febrero 2022 – 8 Domingo Ordinario
La Iglesia, que siempre se ha erigido en maestra y ha juzgado la conducta de los demás, se ve ahora sometida a juicio por los abusos cometidos por personas eclesiásticas. El Papa Francisco tuvo la valentía de declarar: ¿Quién soy yo para juzgar a personas que no siguen las normas de la moral sexual de la Iglesia? Sobre todo ha reconocido el pecado y delito en la Iglesia, ha pedido perdón, ha mostrado la necesidad de la reparación y de crear unos ambientes, no sólo en la Iglesia, en los que los menores estén realmente protegidos. El que poco a poco la Iglesia española vaya siguiendo el ejemplo de otras Iglesias europeas y busque la transparencia nos da esperanza de que las cosas pueden cambiar.
Sin duda todos tendemos a exagerar la importancia de los defectos de los demás y a cerrar un ojo respecto a los propios defectos. Jesús invita a una cierta objetividad en la vida para fundamentar unas relaciones interpersonales sanas. Para adquirir ese juicio recto y equilibrado, lo mejor es comenzar por el conocimiento de sí mismo e intentar corregirse. Sólo cuando uno se da cuenta de lo difícil que es conocerse a sí mismo y las propias motivaciones, uno comprende que es todavía más difícil juzgar a los demás. Hay que agradecer a los medios de comunicación el que, con sus denuncias, nos lleven a tomar conciencia de nuestros pecados y horribles delitos. El tratar de ocultarlos solo hace que se multipliquen.
El creyente debe discernir constantemente su propia conducta. ¿Cuál es el criterio del discernimiento cristiano? Los frutos, es decir, las acciones de la persona (Lc 6,39-45). Ellas son las que ponen al manifiesto lo que hay en el corazón del hombre, que no podemos ver. Lo decisivo, pues, es la práctica y no las buenas palabras, sentimientos e intenciones. El creyente debe buscar una coherencia entre lo que cree, lo que siente, lo que dice y lo que hace (Sir 27,4-7).
Desgraciadamente no existe en las personas una coherencia total e incluso las obras buenas pueden ser realizadas por motivos egoístas. Para caminar hacia esa coherencia san Pablo nos invita a trabajar sin reservas por el Señor (1 Cor 15, 54-58). La fuerza del resucitado es el dinamismo interior que anima la conducta del cristiano y hace que produzca frutos buenos.
Sin duda, como muchos han señalado, el terrible crimen de unos pocos, no debe ocultar el bien que tantas personas de Iglesia, sacerdotes, religiosos y laicos, están haciendo en el mundo. Nuestras obras buenas deben brillar en el mundo para que todos los hombres den gloria a Dios de quien procede todo bien. No se trata de “vender” el producto, pero en nuestra cultura actual lo que no aparece y se conoce no existe. Desgraciadamente la Iglesia sigue todavía creyendo que basta proclamar doctrinas y hacer el bien para que todo funcione. Hoy día es necesario comunicar bien y para eso necesitamos cristianos formados presentes en los medios de comunicación.
Pero estamos convencidos que también los no creyentes realizan obras buenas a favor de los demás. Por eso debemos colaborar con todos los hombres de buena voluntad y reconocer en la sociedad y en cada persona esos frutos buenos, convencidos que todo bien viene del Señor. Demos gracias a Dios en este eucaristía por todos los que tratan de construir un mundo más humano y más fraterno.