10 de diciembre de 2017 – Segundo Domingo de Adviento
La crisis actual y el sufrimiento de tantas personas están pidiendo a la Iglesia y a los cristianos una palabra de consuelo y unas acciones que ayuden a aliviar la penosa situación en que se encuentran tantas familias. Ambas cosas son necesarias. Ante la necesidad extrema de algunos, no cabe otra alternativa que intervenir de manera solidaria para que puedan capear el temporal. Es el momento de la solidaridad cristiana en esta época del año en el que otras veces tan sólo pensábamos en comprar y consumir para celebrar las Navidades. Este año es la hora del compartir, de renunciar a tantas cosas superfluas para que todos puedan tener lo necesario.
Es necesaria también una palabra de aliento basada no tanto en los cálculos humanos como en la esperanza cristiana. Es comprensible que para muchos la mejor noticia sería oír que la crisis ha terminado. Algo así anunciaba el profeta consolando a su pueblo (Is 40,1-5). Claro que para que la noticia fuera creíble, muchos exigirían que fuera acompañada de ofertas de trabajo, mejor no precario. Desgraciadamente, por el momento, serán pocos los que tengan esa suerte. ¿Qué nos aporta en estos momentos la esperanza cristiana? Ante todo nos dice que Dios quiere siempre nuestra felicidad y que no nos va a dejar solos en la estacada. Él nos ha ayudado a superar situaciones más difíciles en el pasado y también ahora nos sacará de la crisis. La Palabra de Dios pone ante nuestros ojos la esperanza de un mundo nuevo en el que habite la justicia (2 Pedro 3,8-14).
Ese mundo nuevo es un regalo de Dios pero hace falta nuestra colaboración, poner en movimiento todos los recursos personales y sociales. Son necesarios sin duda pequeños gestos que muestren que se puede avanzar en ese camino hacia la tierra nueva. El profeta habla de valles que hay que levantar y montes que hay que abajar. El contraste entre la pobreza y la riqueza en nuestro mundo es cada vez más sangrante. La Palabra de Dios exige de nosotros allanar los caminos, luchar contra la injusticia y la desigualdad. Existen en nuestros caminos demasiadas curvas peligrosas que ponen en peligro nuestra vida y la de los demás; muchos baches que pueden provocar una catástrofe. De vez en cuando suena la alarma social, pero pronto nos olvidamos de las situaciones que la provocan.
¿Cómo salir de esos caminos que no llevan a ninguna parte, que tan sólo nos hacen dar vueltas en torno a nosotros mismos? Se trata de encontrar el verdadero camino, que es Jesús. Para ello hay que escuchar la voz del evangelio que resuena en desierto de nuestras conciencias aletargadas (Mc 1,1-8). Es una palabra que nos invita a la conversión, a reconocer nuestro pecado estructural y personal, y abrirnos a la acción del Espíritu de Jesús. Se trata de tomarse en serio los compromisos que formulamos en nuestro bautismo. Que la celebración de la Eucaristía, que anticipa ya esa tierra nueva de la fraternidad, renueve en nosotros la esperanza y nos lleve implicarnos seriamente a favor de la justicia y de la paz.