3 de noviembre de 2019 – 31 Domingo Ordinario
Los fieles de los países tradicionalmente cristianos vivimos momentos de zozobra al ver cómo nuestras iglesias se van quedando vacías. Sabemos que los que se han ido no van a volver. Unas veces les echamos las culpas a ellos y otras nos las echamos a nosotros mismos y nos preguntamos qué hemos hecho mal o qué no hemos hecho. Por más que cambiamos nuestros métodos pastorales no vemos resultado.
La invitación a cambiarlo todo nos ha venido de nuevo del Papa Francisco. La inercia y la rutina, sin embargo, siguen imperando en nuestra manera de actuar. Alguien ha propuesto que, en vez de preocuparnos por nuestras iglesias vacías, salgamos de nuestras iglesias y vayamos al encuentro de los que se han ido y veamos cómo viven. A lo mejor descubrimos que no se lo pasan tan mal y que quizás también nosotros podríamos aprender de ellos cómo ir descubriendo a Dios en las realidades cotidianas.
Por supuesto que no es una invitación a cerrar nuestras iglesias sino a descubrir que la acción de Dios en el corazón del hombre desborda los límites de nuestros templos, como abatía las barreras que trazaba el judaísmo del tiempo de Jesús. Zaqueo como cobrador de tributos al servicio de un imperio pagano era mal visto por la comunidad cumplidora (Lc 19,1-10). Sin duda era una persona que se había enriquecido explotando a los judíos, pero se sentía solo y despreciado, tan pequeño que no alcanzaba a ver a Jesús entre la muchedumbre.
Trataba de ver a Jesús porque sin duda habría oído hablar de él. Era alguien liberado de los prejuicios reinantes, con el que se podía hablar y confrontar su vida. Zaqueo se quedó de una pieza cuando, subido en el árbol, fue interpelado por su nombre. También Jesús estaba interesado en encontrarse largamente con Zaqueo. Las críticas de la gente bien pensante no se hicieron esperar y Zaqueo tuvo que sentirse abochornado pues él era el causante de esas críticas.
Por primera vez, ante alguien que le había aceptado tal como era. Jesús había sabido poner en práctica una pedagogía verdaderamente divina, que imitaba el comportamiento del mismo Dios (Sabid 11,22-12,2). Dios corrige poco a poco, con amor y sin casi hacerles daño, a los que caen. Les recuerda su pecado y los reprende, para que no se les embote la conciencia sino que se conviertan y crean en Él. Zaqueo se aprovechó de las críticas, que tantas veces le habrían dirigido, para convertir su vida. Su nueva vida se expresa en el gesto de dar la mitad de sus bienes a los pobres y reparar las injusticias cometidas de una manera mucho más generosa que lo que pedía la ley.
Jesús no pudo menos que admirarse de las maravillas que había producido su simple presencia en aquella casa, que había recibido la salvación. Zaqueo era un miembro del Pueblo de Dios, al que las circunstancias de la vida lo habían llevado a embarcarse por el camino de la injusticia. A pesar de todo él continúa siendo un hijo de Abrahán. El pecador, a pesar de su pecado, continúa siendo objeto de la misericordia de Dios, con más motivo que el justo, porque la necesita más. El pecador es una persona en vías de perdición y el Hijo del hombre ha venido a salvar precisamente a los que están en el camino de la perdición. En vez de rasgarse las vestiduras escandalizados, habría que alegrarse de que alguien salve finalmente su vida.
El drama de las personas que se consideran justas y critican a los pecadores y a los que se acercan a ellos consiste en creer que Dios está interesado sólo en la salvación de aquéllos que se la merecen por sus obras buenas. Olvidan que la salvación es un don, que sin duda hay que acoger en una vida digna de la gracia recibida. Que la celebración de la eucaristía en la que Jesús nos invita a su banquete pascual nos lleve a cambiar nuestras vidas y a producir verdaderos frutos de conversión.