Bajó el Espíritu Santo sobre Él

13 de enero de 2013 – El Bautismo del Señor

El año de la fe es una invitación a volver a nuestras raíces, a profundizar nuestro bautismo. La fe y el bautismo nos permiten encontrarnos personalmente con Cristo. La fe y el bautismo se hallan íntimamente compenetrados.  El bautismo que recibían los adultos era una respuesta creyente a la predicación.  Y en esta respuesta expresaban su fe en forma de respuestas a preguntas de la Iglesia. El bautismo, como iluminación, nos da el don de la fe, que es siempre regalo de la Trinidad que quiere comunicarse con nosotros.  La fe es respuesta creyente del bautizado a ese don divino.

Fe y bautismo forman un todo.  En la fe recibimos al Cristo presente y actuante en el Sacramento mediante su fuerza salvífica.  Cristo recibe al creyente en la Iglesia, por medio de este sacramento de la fe.  El bautismo es una iluminación externa por la predicación y enseñanza de la Iglesia pero, sobre todo, es una iluminación interna que comunica y refuerza el núcleo de la fe, el gozo de la fe para que podamos vivirla.  La fe se supone antes, durante y después del bautismo.

El bautismo es un sacramento, un gesto profético, que expresa una realidad de gracia divina. Hoy día desgraciadamente el signo bautismal ha quedado reducido a echar un poco de agua sobre la cabeza del niño y no se ve claramente lo que queremos expresar. El bautismo de Jesús en el Jordán o el de los adultos en la Iglesia primitiva en una especie de piscina manifestaban claramente su contenido. El sumergirse en el agua significaba el morir con Cristo, el salir del agua, el resucitar. Jesús en su bautismo anticipó su misterio pascual y por eso es proclamado ya Hijo de Dios. Con la inmersión en el río, Jesús hacía suyo un gesto de algunos grupos judíos y en especial de Juan Bautista. Se trataba de un gesto de conversión, y por tanto, de ruptura con el pasado. En las aguas del río quedaba sepultada una manera de vivir. Del agua salía una persona nueva (Lc 3,15-22). Todos los que habían experimentado esa transformación formaban la comunidad de los que deseaban la salvación.

La venida del Espíritu Santo sobre Jesús inaugura la llegada de los tiempos definitivos y hace de Jesús el profeta de esa nueva era, marcada por la venida del Reino de Dios. Jesús se hace el mensajero de esa Buena Noticia, de ese Evangelio, que anunciaban ya de antiguo los profetas (Is 40,1-5.9-11). Se realiza así la promesa de la irrupción de Dios en la historia. El Señor viene con poder a ejercer su realeza, su dominio sobre Israel y sobre todos los pueblos. Él va a instaurar la justicia y el derecho. Jesús, ungido con el Espíritu, tendrá una fuerza especial para poner su vida al servicio de la causa del Reino (Hech 10,34-38).

También el bautismo cristiano es un gesto profético, pero ahora cargado de un sentido cristológico. Al sumergirse en el agua, el creyente se sumerge en la muerte de Cristo. Se muere con Él a todo lo que significa el mundo del pecado y del mal. En el bautismo lo expresamos mediante las tres renuncias, formulados de manera tradicional como el mundo, el demonio y la carne. Renunciamos a todo lo que es opuesto al Reino de Dios. Pero sobre todo el bautismo nos hace experimentar la resurrección de Jesús. Al salir del agua somos una criatura nueva, ungida con el óleo del Espíritu Santo que hace de nosotros miembros de un pueblo de sacerdotes y reyes. Se nos  vistió un vestido blanco para significar esa vida nueva, la vida misma de Jesús, la vida de Dios. Hicimos la profesión de fe, a través de la cual, acogíamos a Dios en nuestras vidas. En esta eucaristía renovemos con gozo nuestras promesas bautismales, que comportan un compromiso a favor del Reino de Dios y una lucha contra todo lo que se opone a él.


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