3 de noviembre 2024 – 31 Domingo Ordinario
El caminar juntos como Iglesia sinodal, una Iglesia que camina con el mundo, pide de nosotros una vuelta a Jesús y al evangelio. Se trata de hacer presente a Jesús, con nuestras palabras, pero sobre todo con nuestras acciones. El Sínodo recién terminado nos invita a poner en práctica lo que el Espíritu y los miembros del Sínodo han decidido, porque el papel lo acepta todo. Es la hora de cambiar nuestras maneras de actuar que no responden a los retos que nos plantea la vida.
Jesús, sin duda, acepta dialogar con aquel maestro de la ley que le pregunta cuál es el primer mandamiento de la Ley, el más importante (Mc 12,28-34). Jesús responde sin titubeos que amar a Dios, pero no se quedó ahí. Mencionó también el segundo mandamiento: amar al prójimo como a uno mismo. El lenguaje de la caridad y del amor es el único que comprenden Dios y sus fieles, también nuestros contemporáneos hoy día. El amor a Dios y el amor al prójimo es lo más importante. Cuando alguien está al menos teóricamente de acuerdo con esto, esa persona no está lejos del Reino de Dios. Quizás le falta el vivir de acuerdo con eso que cree. Sin duda hay en el mundo muchos que tratan de vivir ese amor concreto al prójimo y estamos seguros que no están lejos del Reino de Dios, que desborda las categorías más o menos sociológicas que establecemos a veces los creyentes.
La pertenencia al Reino tiene lugar a través de las decisiones profundas de nuestro corazón. Esas decisiones tienen que ver con el amor. El amor expresa la esencia y la vocación más profunda del hombre. Los mandamientos, que expresan la voluntad de Dios sobre el hombre, no son algo que nos cae de arriba y se nos impone. Expresan simplemente el camino de la realización de la esencia de la persona humana, creada por amor y llamada al amor. Jesús introdujo su explicación diciendo que “nuestro Dios es el único Señor” (Dt 6,2-6). Esa unicidad de Dios es como un río de amor que se difunde a través de todo un circuito amoroso al cual todos estamos conectados.
Tanto Jesús como el letrado judío citan unidos dos textos originalmente separados, uno que hablaba del amor de Dios y otro del amor al prójimo. Juntarlos ha sido la genialidad de Jesús, a la que también se adhirió el letrado. Se empezó la discusión preguntando por el primer mandamiento y se terminó hablando del primer y el segundo mandamiento como si formasen una unidad. Es un único mandamiento, el mandamiento del amor. Amor que tiene dos dimensiones, amar a Dios y amar al prójimo.
El amor a Dios es total e incluye todas las dimensiones de la existencia humana. Para el judío la facultad de proyectar la vida es el corazón, que debe estar orientado hacia Dios. El elemento más afectivo es el alma, que podemos considerar también con su dimensión más o menos inconsciente. Pues bien, tampoco esas realidades más o menos oscuras de nuestra vida pueden sustraerse al deber de amar a Dios y orientarse hacia él. El hombre realiza su vida con los recursos materiales que Dios a puesto a su disposición. También los bienes materiales que el hombre usa deben llevarnos hacia Dios.
El amor al prójimo tiene como modelo el amor a sí mismo, cosa que todos podemos entender. El papa Francisco, al recordarnos nuestra llamada a la santidad, nos invita a seguir a Jesús y el protocolo según el cual seremos juzgados (Mt 25). Seremos juzgados por nuestras obras de caridad para con el prójimo. Sin duda Jesús, “nuestro sumo sacerdote, santo, inocente e inmaculado” (Heb 7,23-28), nos invita a amar a los demás como Él nos ha amado. Nos invita a estar dispuestos a dar la vida por los demás. Tan sólo el que ha entrado en el Reino de Dios es capaz de vivirlo. En la celebración de la eucaristía acogemos amor de Dios que viene a nosotros a través de la vida y el misterio de Jesús para hacerlo presente en nuestro mundo tan necesitado de amor.