Acoger a los indefensos

22 de septiembre de 2024- 25 Domingo Ordinario

La realidad de los refugiados y la situación de los emigrantes interpela a la conciencia cristiana, como símbolos de las personas cuyos derechos  muchas veces no son reconocidos ni respetados. Europa puede presumir lo que quiera de ser defensora de los derechos humanos pero, en la práctica, ante estos problemas mira para otro lado. Prefiere dar dinero para que otros países mantengan a los refugiados lejos de aquí pues afean nuestra foto.

Jesús nació en un país sin importancia del imperio romano, en una aldea que estaba también entre las  últimas de Galilea y sus padres eran gente corriente de esa aldea. Ser de los últimos, de los poco importantes, significa que uno no cuenta nada, que tiene poca o nula influencia, que no se tiene quien le eche a uno una mano, que hay que trabajar duramente para salir adelante. Normalmente se trata de trabajos manuales en los que uno se juega la salud y el tipo. Nada extraño que Jesús reclutase sus amigos y colaboradores entre los rudos pescadores y que mostrase siempre una predilección por los pobres, por los últimos.

Jesús en el evangelio de hoy se identifica con el niño (Mc 9,29-36). Todos recordamos nuestra infancia. Éramos pobres pero confiábamos totalmente en nuestros padres. Vivíamos en el presente y todo era don gratuito. Experimentábamos que el mundo está bien hecho. Al hablar del niño, Jesús pensaba sobre todo en la persona que necesita ser defendida y protegida porque no cuenta, porque todavía no tiene derecho a voto. Aunque en nuestra cultura los  niños están cada vez más protegidos, en los países del tercer mundo muchas veces son las víctimas de la violencia, del trabajo explotado y de la explotación sexual.

Jesús se identifica con todas las personas indefensas que no pueden defender sus derechos. En su vida, aunque fue llamado “maestro”, nunca rehuyó el trabajo del servidor, los trabajos serviles. Dejó de lado sus vestidos  de señor y se ciñó el mandil para lavar los pies de sus discípulos y nos invitó a todos a hacer lo mismo (Jn 13).

Acoger a una persona indefensa, como los que en este momento piden asilo en Europa,  es acoger al mismo Jesús; acoger a Jesús es acoger al mismo Dios. Porque Dios mismo curiosamente no es el primero de todos sino el que ocupa el último lugar en la vida de muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo. Eso no le impide el seguir manos a la obra intentando que este mundo que creó no se le vaya de las manos, sino que esté siempre al servicio del hombre. Para ello cuenta con la colaboración de todos los hombres de buena voluntad que no tienen miedo a mancharse las manos metiéndose hasta al fondo en los subterráneos de nuestro mundo.

Así Dios hace avanzar el mundo con la ayuda de todas las víctimas y todos los descontentos del sistema actual. De los que siempre quieren ser los primeros no se  puede uno fiar mucho pues se puede estar seguro que nos usarán para sus fines y sus intereses. Los que ocupan los primeros puestos no están interesados en que el mundo avance y cambie pues ven sus puestos en peligro. La codicia y la ambición corrompen la vida de los hombres ( Sant 3,16-4,3). En este contexto de corrupción social, querer ser honrado suena a tonto, y no ya a ingenuo y honesto (Sab 2,17-20). Pero precisamente, gracias a estas personas buenas y justas, el mundo  sigue adelante sin hundirse en la maldad. Con esa esperanza y con el compromiso de estar al servicio de los demás, celebramos juntos la eucaristía este domingo.


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