15 de septiembre de 2019 – 24 Domingo Ordinario
Gran número de europeos de las últimas generaciones han nacido y viven “lejos de la casa del padre”. No parecen echar de menos la casa paterna que abandonaron sus abuelos. A lo mejor han vuelto a ella alguna vez como seguimos volviendo en el verano a la casa del pueblo del que emigramos. De niño nos gustaba pero pronto nos hemos empezado a aburrir y hemos buscado lugares más atractivos. De la antigua casa paterna, de nuestra madre la Iglesia, esas personas hablan poco y casi siempre para echarle en cara lo que nos ha hecho o sigue haciendo.
Se habla mucho de la pastoral de los alejados, pero con resultados pobres. El hijo pródigo volvió a casa por sí mismo (Lc 15,1-32). Hoy día eso sería casi un milagro. Volvió porque tuvo un momento de lucidez para comparar su situación actual con la anterior y darse cuenta que le interesaba volver a la casa del padre. Las generaciones actuales no tienen la posibilidad de comparar y discernir porque han vivido siempre fuera de la casa del padre y no tienen experiencia de una manera de vivir distinta. Ha desaparecido la nostalgia de un mundo totalmente otro. Lo único que conocen es este mundo unidimensional, que sin duda no nos gusta, pero se ha borrado ya la memoria de que otro mundo es posible.
La experiencia de Dios está hoy día bloqueada por el estilo de vida que llevamos. Desde luego los que viven bien y sin problemas echan poco de menos a Dios. Los que lo pasan mal, maldicen la vida y a los gobernantes, y a lo mejor también a Dios, pero no se les ocurre el volver hacia Él. Para ello sería necesario entrar dentro de sí y eso, al hombre actual, le está resultando cada vez más difícil. Vive totalmente volcado hacia el exterior, perdido en la banalidad del presente. Sólo quien tiene memoria y tradiciones que recordar puede entrar en su corazón y darse cuenta de lo que está viviendo.
El mayor problema es que el panorama de la casa del padre no parece muy atractivo. Parece que sigue siendo el padre-patrón, del cual escapó el hijo pródigo para tener libertad. El espectáculo de los hijos fieles muestra que también para ellos sigue siendo el padre-patrón. Los alejados tienen miedo no sólo de no encontrar nada atractivo, sino también de perder las pocas cosas agradables que nos quedan. El reproche sigue siendo el de Nietzsche: “os veo poco resucitados”. Un cristianismo aburrido y letárgico tiene poco que ofrecer a los alejados. Por eso el papa Francisco nos orienta hacia la alegría del evangelio.
Necesitamos una Iglesia en salida que vaya al encuentro de los alejados. No se trata de querer que vuelvan a casa y volver a tener las iglesias llenas. Se trata de saber qué están viviendo, cómo han encontrado sentido a su vida. A lo mejor nos damos cuenta de que esos alejados están viviendo auténticos valores que no encontraban dentro. Dialogar con la cultura secular puede traer aire fresco a nuestra Iglesia. Puede ayudarnos incluso a purificar esta Iglesia pecadora que con sorpresa hemos descubierto estos últimos años. Juntos todos podemos construir un mundo más humano y más fraterno.
Sin duda el padre bueno no es simplemente el padre-norma, el padre-patrón. Es el Dios del amor y de la paz que puede fundar nuestras vidas de manera que nos sintamos amados y acogidos. Él puede hacer que sus hijos recapaciten. La experiencia de la misericordia de Dios convirtió a Pablo cuando se sintió llamado a ser apóstol de Jesús, precisamente cuando era su perseguidor (1 Tim 1,12-17). Era algo que él nunca se hubiera imaginado. Es lo que también nosotros vivimos cada vez que nos acercamos a la eucaristía. Participamos en el banquete que el Padre ha preparado para todos nosotros para celebrar nuestra reconciliación con Él y con nuestros hermanos.