1 de agosto de 2021 – 18 Domingo Ordinario
Hace setenta años todos los niños españoles sabían quién era Jesús. El Jesús del catecismo y de la misa del domingo formaba parte de la vida de entonces. Hoy día son muchos los niños que no han oído hablar de Jesús en sus familias ni quizás tampoco en sus colegios. No siguen la clase de religión sino la de valores. Sin duda alguna son sus padres los que ni siquiera se plantean por qué creer en Jesús pues ellos mismos quizás ya tampoco oyeron hablar de él salvo en alguna película.
Los judíos le preguntaron a Jesús por qué tenían que creer en él, por qué Dios quería que creyeran en él (Jn 6,24-35). Le pidieron un signo, una prueba, de que su persona merece nuestra adhesión incondicional. Quieren ver alguna manifestación que les permita concluir que Dios está actuando en Él. Sus antepasados en el desierto comieron un pan venido de Dios por medio de Moisés. Ellos creían en el Dios de Moisés. ¿Qué es lo que Jesús puede ofrecer que ponga al hombre en relación con la realidad definitiva, con Dios? Desgraciadamente a muchos de nuestros contemporáneos tampoco les interesa la cuestión de creer o no creer en Dios. Tienen otros problemas más urgentes o hay otras realidades más atractivas que ocuparse de un Dios que no aparece en la pantalla de nuestros móviles.
Jesús declara que sólo Dios puede poner en relación con lo definitivo, con la Vida con mayúscula. Sin duda también los judíos confiesan que la vida viene de Dios y que Dios mantiene nuestra vida a través del alimento cotidiano que recibimos de su generosidad. Pero el pan del cielo que recibió el pueblo de Dios en el desierto no dio la vida definitiva. No basta con que venga del cielo, tiene que dar la vida al mundo. Dios, sin duda, se ha comunicado al hombre a través de muchos mediadores, pero tan sólo en Cristo Jesús el hombre tiene la Vida eterna. Por eso Jesús declara: Yo soy el pan de vida.
¿Por qué seguimos creyendo en Jesús? Sin duda porque hemos ido viviendo y experimentando que en Él tenemos vida, y vida en abundancia. La fe en Jesús no es algo secundario en nuestra existencia sino que pertenece a la realidad más concreta y vital, al sentido de nuestra vida. Creyendo en Jesús uno escapa al vacío de la existencia y abandona una vida movida tan sólo por los deseos del placer (Ef 4,17,20-24). Siguiendo a Jesús se entra en una dinámica de renovación continua del espíritu. Es el Espíritu de Jesús el que crea una nueva condición humana, creada a imagen de Dios. Uno supera el vacío de la existencia y se descubre como alguien valioso a los ojos de Dios y de los demás.
¿Por qué creo en Jesús? Con el tiempo me doy cuenta que mi fe en Jesús no fue el resultado de una reflexión, ni tan siquiera de una experiencia particular que me llevara a creer en Él. En realidad mi fe es una respuesta a su presencia en mi vida, a su amor que me amó primero. Su presencia en aquellos tiempos de infancia era algo natural. Uno la sentía en la familia, en la escuela, en la parroquia, en los amigos. Uno se sentía acompañado por un Amigo. ¿Por qué voy a dejar al Amigo del que sólo estoy recibiendo constantemente bienes?
Los judíos pidieron a Jesús: danos siempre de ese pan de vida. Nosotros sabemos que es Jesús ese pan de vida, que nos alimenta en la mesa de la Palabra y en la mesa de la Eucaristía. Que encontremos siempre en Él el amigo que no nos abandona nunca sino que nos va introduciendo cada vez más en su intimidad y en la intimidad del Padre.