9 de julio de 2017 – 14 Domingo Ordinario
La crisis actual ha mostrado, sin duda, los límites de los conocimientos humanos y su constante manipulación por los intereses de los poderosos. Esto, sin embargo, no nos debe llevar al relativismo en el campo moral. El cristiano cree en la verdad y cree que puede conocer la verdad. Sin duda los conocimientos científicos y técnicos han contribuido y contribuyen decididamente al bienestar y progreso de la humanidad. Hoy día estamos a merced de la técnica y de los técnicos. El saber se ha convertido en un saber hacer y en poder sobre las personas y las sociedades. Ese saber está muchas veces manipulado. Se estudia y se conoce lo que las grandes empresas consideran rentable. Se llama muchas veces conocimiento a lo que reporta intereses a esas grandes instituciones de investigación.
Curiosamente el conocimiento bíblico de Dios no es un saber teórico sino un trato íntimo y amoroso con Él. Es un saber hacer, o mejor un saber vivir ante Dios para poder realizar la propia vocación a la que Él nos llama. El amor, al contrario del conocimiento, es libre. Deja a la persona la libertad de amar y la libera para amar. Jesús constata que Dios se revela, se da a conocer y amar a las personas sencillas y no a los sabios y entendidos. Los sabios y entendidos muchas veces tan sólo se aman a sí mismo y a sus creaciones. Son tan importantes que no pueden reconocer que todo lo han recibido de Dios.
Jesús experimentó el rechazo de los poderes políticos y religiosos de su tiempo y fue acogido por la gente sencilla. En vez de sentirse frustrado ante el poco éxito con la gente importante, dio gracias al Padre por haber dispuesto las cosas así (Mt 11,25-30). Se trata del estilo de actuar de Dios que elige a los humildes para confundir a los soberbios. Dios escogió pueblo pequeño para hacerlo depositario de su revelación. Jesús se manifestará como rey en su entrada triunfal en Jerusalén, adoptando ese estilo modesto y sencillo. Dios para triunfar no necesita un despliegue impresionante de recursos sino que se hace fuerte con la debilidad de los que lo aman. Es la fuerza del amor (Zac 9.9-10).
Desgraciadamente no sólo en la sociedad sino también en la Iglesia confundimos el Reino de Dios con los reinos de este mundo. No hay nada de extraordinario en tener éxito a través del despliegue de la fuerza y de la riqueza. La fuerza de la Iglesia y del cristiano viene del Espíritu de Dios (Rom 8,9.11-13). El tiene la capacidad de resucitar nuestros cuerpos como resucitó a Cristo Jesús. Tenemos que dejarnos llevar y guiar por el Espíritu de Dios y no por los cálculos puramente humanos, que San Pablo llama “la carne”.
La ciencia y la técnica tienen sin duda su sentido en el plan de Dios, pues todo saber viene de Él. No pueden, sin embargo, ser el criterio último de la acción humana. Una técnica al servicio egoísta de unos pocos lleva a la explotación de las masas y a construir un mundo inhabitable. Pidamos al Señor en esta eucaristía un corazón sencillo y humilde como el de Jesús para encontrar así la paz del alma.