17 de septiembre de 2023 – 24 Domingo Ordinario
La situación política y social de España se está volviendo cada vez más difícil a causa de la lucha por el poder. Fácilmente se califica de enemigo al que no piensa igual que yo. Al final, consideramos enemigos a los que no son de los nuestros, de nuestra cultura, nuestra raza o religión, de nuestro partido.
Parece que es de justicia el dar a cada uno lo suyo. Si me han hecho el bien, debo devolver el bien. Si me han hecho el mal, debo pagar con la misma moneda. Así se justifica nuestro sistema penitenciario para que los criminales paguen lo que han hecho. En la lógica humana, el que me la ha hecho me la debe pagar, de lo contrario parece que queda por encima de mí y que yo soy el que sale perdiendo.
Por el contrario, en la lógica de Jesús y del evangelio, siempre se ofrece el perdón, no sólo de las ofensas sino también de las deudas. Jesús, desde luego, no valía para administrador. Con su manera de administrar el dinero, llevaría a la bancarrota a cualquier banco. Él perdona con la misma facilidad unos cuantos euros o una millonada. El fundamento del perdón es siempre el amor de Dios, que nos ha perdonado primero una deuda que supera toda posibilidad de ser pagada. Algo así había intuido ya el autor del Libro del Eclesiástico: No se puede ser implacable con el prójimo y querer luego que Dios nos perdone (27,33-28,9). Desgraciadamente el siervo malvado, que había sido perdonado, no es capaz de hacer lo mismo con su compañero (Mt 18,21-35).
Jesús nos invita a superar la cadena de acción y reacción. Es una ilusión el creer que se va a vencer el mal con el mal. Constatamos, en cambio, que la violencia engendra siempre violencia. El evangelio nos invita, en cambio, a vencer el mal a fuerza de bien, al estilo de Dios que hizo que donde abundó el pecado sobreabundase la gracia.
Claro está que todo esto sólo es posible en la perspectiva cristiana del amor a los enemigos. Somos nosotros los que fabricamos los enemigos para poder justificar nuestras tendencias destructoras. El amor cristiano sabe distinguir entre la persona y sus actos, entre el pecador y su pecado. Dios condenó el pecado en Cristo Jesús, para salvar a los pecadores. La persona humana, a pesar de sus yerros y crímenes, sigue siendo objeto del amor de Dios y sujeto de dignidad humana. Por eso Dios nos da siempre una nueva oportunidad, como pidió el siervo malvado. Lo llamativo es cómo nosotros, a la primera de cambio, tachamos de la lista al que nos ha hecho algo que no nos ha gustado.
En el fondo, tenemos que decir como Jesús en la cruz: “perdónalos porque no saben lo que hacen”. Si el hombre comete el mal, no es porque sea malo o porque le satisfaga hacer el mal. En realidad hace el mal, creyendo que hace un bien que le puede proporcionar una cierta felicidad, aunque sea pasajera. A veces será simplemente el placer de la venganza. Pero está en el error y no sabe lo que hace. Lo hace porque es un desgraciado y un infeliz. En esta eucaristía acojamos el perdón de Dios en Cristo Jesús y salgamos dispuestos a perdonarnos a nosotros mismos y a todos los que nos hayan ofendido.