17 de mayo de 2020 – 6 Domingo de Pascua
Todo tiempo de crisis, también este del coronavirus, implica un peligro y una oportunidad. El virus está poniendo en peligro nada menos que nuestras vidas. Ha echado por tierra todos nuestros planes y ha dejado al descubierto la falta de fundamentos seguros en una civilización tan avanzada de la que no sentíamos tan orgullosos y de la que disfrutábamos despreocupados. Hemos palpado la orfandad espiritual en la que vivimos. Nos faltan personas de referencia que indiquen el camino a seguir. Los gobiernos perdieron tiempos preciosos en reaccionar porque no sabían por donde tirar.
De pronto las voces autorizadas han desaparecido, incluso el Papa ha sido muy parco en palabras, aunque ha hecho algunas propuestas de por dónde debe caminar la humanidad después del coronavirus. No se trata simplemente de volver a la llamada “normalidad”, que será de nuevo para muchos la dura realidad de la pobreza y la soledad. Hay que salir transformados interiormente para poder cambiar después nuestra manera de vivir.
Durante este tiempo han dominado las voces estridentes de los medios de comunicación que nos han robado el silencio que hubiera propiciado el aprovechar la oportunidad única que se nos ofrecía de cambiar nuestros deseos. Se han ofrecido entretenimientos y diversiones de manera que no pensemos demasiado y comencemos a aburrirnos y a considerar insoportable el encierro.
Pero la crisis también ha sido una oportunidad para que algunos colectivos hayan dado lo mejor de sí, el personal sanitario, la policía y el ejército, los trabajadores que han asegurado el aprovisionamiento diario. Es de admirar cómo los niños han soportado durante tanto tiempo el confinamiento. El no poder salir de casa ha quedado compensado por el disfrute de la presencia cariñosa de los padres. Probablemente los niños han intuido que habría otra manera de vivir más beneficiosa para ellos en la que lo importante sea el cariño de las personas y no simplemente la abundancia de cosas.
Los discípulos experimentaron una crisis terrible por la ausencia de Jesús, arrebatado por la muerte en la cruz. Se encontraron desvalidos en la situación de un huérfano menor de edad (Juan 14,15-21). Durante la presencia terrena de Jesús, éste era su defensor y consolador. Ahora será el Espíritu el que asuma esa misión. Se sigue suponiendo que los discípulos y seguidores de Jesús se encuentran en situaciones difíciles y conflictivas en las que es necesario la ayuda, la defensa y el consuelo. Todo eso lo hace el Espíritu. Él es el Espíritu de la verdad, frente al espíritu del error en que yace el mundo. La verdad se abre camino por sí sola. Es el Espíritu el que irá reivindicado ante el mundo la persona de Jesús y su causa, ahora vivida por sus discípulos.
Esta venida de Jesús en su Espíritu es una venida íntima, que acontece en el profundo del ser de la persona. No es un acontecimiento ostentoso visible para todos, aunque acontecía a través de la imposición de manos de los apóstoles (Hechos 8,5-8.14-17). Implica, por tanto, a la comunidad eclesial y a cada cristiano llamado a dar razón de su esperanza (Pedro 3,15-18). La falta de esperanza que invade nuestro mundo, en buena medida viene de la ausencia de Dios y de la banalización de la existencia. Es el Espíritu el que hace que la Iglesia no sea simplemente un tinglado humano más sino un instrumento al servicio del plan de Dios. Pidamos que también nosotros podamos experimentar en nuestras vidas su acción transformadora.