No os dejaré huérfanos

21 de mayo de 2017 – 6 Domingo de Pascua

 

Se ha hablado a veces de la orfandad espiritual de nuestro tiempo. No por la falta de los padres, que a veces están poco presente en la vida de los hijos, sino sobre todo por la falta de personas que puedan servir de puntos de referencia. En realidad la cultura actual rechaza cualquier punto de referencia normativa. Cada uno tendría que estar inventando en cada momento su propia vida. Eso supone una tarea difícil de asumir incluso por un adulto pues supone un tener que estar discerniendo constantemente lo que tiene que hacer en cada momento.

Resulta, en cambio,  prácticamente imposible para un joven o un adolescente que no tiene esa capacidad de discernimiento por falta de puntos de referencia. De esa manera son las víctimas de la manipulación consumista. Nada extraño el que la mayoría de los jóvenes anden desorientados. Los discípulos experimentaron la ausencia de Jesús, arrebatado por la muerte en la cruz. Se encontraron desvalidos en la situación de un huérfano menor de edad (Juan 14,15-21).

 Durante la presencia terrena de Jesús, éste era su defensor y consolador. Ahora será el Espíritu el que asuma esa misión. Se sigue suponiendo que los discípulos y seguidores de Jesús se encuentran en situaciones difíciles y conflictivas en las que es necesario la ayuda, la defensa y el consuelo. Todo eso lo hace el Espíritu. Él es el Espíritu de la verdad, frente al espíritu del error en que yace el mundo. La verdad se abre camino por sí sola. Es el Espíritu el que irá reivindicado ante el mundo la persona de Jesús y su causa, ahora vivida por sus discípulos.

Esta venida de Jesús en su Espíritu es una venida íntima, que acontece en el profundo del ser de la persona. No es un acontecimiento ostentoso visible para todos, aunque acontecía a través de la imposición de manos de los apóstoles (Hechos 8,5-8.14-17). Implica, por tanto, a la comunidad eclesial y a cada cristiano llamado a dar razón de su esperanza (Pedro 3,15-18). La falta de esperanza, como en el mundo antiguo, en buena medida viene de la ausencia de Dios y de la banalización de la existencia.

La Iglesia es una madre que cuida siempre de sus hijos. Es ante todo un seno acogedor donde resulta posible vivir el evangelio. La Iglesia es madre y maestra que nos va formando y acompañando en nuestra vida de fe, mediante el alimento de la Palabra, los sacramentos y el compromiso misionero en el mundo. Es el Espíritu el que hace que la Iglesia no sea simplemente un tinglado humano sino un instrumento al servicio del Espíritu.

La experiencia del Espíritu se traduce en lo concreto de la vida. Es el Espíritu el que anima ese amor concreto que se traduce en obras al servicio sobre todo de los más pobres.  No existe amor a Jesús sin la observancia de sus mandamientos, sobre todo del mandamiento del amor fraterno. Al que ama, Jesús se le va revelando poco a poco a través de la acción de su Espíritu y lo va introduciendo en el misterio de Dios. En la celebración de la eucaristía es el Espíritu el que transforma nuestras ofrendas del pan y del vino en el cuerpo y sangre de Cristo y el que reúne a la Iglesia extendida por toda la tierra. Pidamos que también nosotros podamos experimentar su acción transformadora en nuestras vidas.

 

 

 


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