No hubo lugar para ellos

25 de diciembre de 2010 – Natividad del Señor, Misa de medianoche

  

El problema de los refugiados sigue golpeando nuestra conciencia aunque todos seguiremos haciendo de las fiestas navideñas un pretexto para el consumo. María y José no fueron los primeros que buscaron asilo y refugio en su propio país. En aquellos tiempos no se disponía de las infraestructuras de acogida que tenemos hoy. Pero Dios quiso que su Hijo compartiera la situación de los más pobres que no tienen acceso a lo más elemental, como es un lugar digno donde nacer.

Ni Jesús ni los refugiados son una amenaza para nuestra cultura. Jesús no le quita nada al hombre sino que le confiere su dignidad y libertad de persona. En el nacimiento de Jesús se nos manifiesta de manera especial la gracia de Dios (Tit 2,11-14). Jesús es  el regalo de Dios por excelencia. En ese niño se nos da Dios mismo. Se nos da con esa delicadeza que Dios tiene, que no nos abruma ni aplasta. Aparece como un niño, que tiene necesidad de ser cuidado para poder vivir y crecer. Dios continúa siendo ese mendigo de amor que llama a nuestras puertas buscando posada (Lc 2,1-14). Aparentemente cada vez lo tiene más crudo y parece que las puertas se le cierran. Sin embargo, Él sigue creyendo en el hombre y sigue arriesgándose a venir a nuestro mundo.

Su venida trae la salvación a los hombres. En Jesús hemos descubierto el sentido de nuestras vidas, el misterio que somos cada uno de nosotros. El hombre no puede vivir simplemente en el horizonte de las cosas materiales sino que su vida está llamada a entrar en la intimidad de Dios porque primero Dios ha entrado en la intimidad de nuestras vidas. Dios se hace hombre para que el hombre sea Dios, decían los Padres de la Iglesia. En Jesús se encarna un estilo de vida que lleva a la plena realización del hombre. Se trata ante todo de una vida orientada hacia la venida del Señor al final de los tiempos que ya han empezado. Esto da una gran seriedad a lo que estamos viviendo, no la seriedad aburrida sino un contenido valioso a nuestra existencia. El don que hace Jesús de su propia vida nos invita también a nosotros a dar la vida. De esa manera nuestras vidas se convierten en don, en gracia para los demás.

La presencia de Jesús ilumina la noche oscura de nuestro mundo y envuelve en su claridad a todos los que lo esperan como un día los pastores. El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande (Is 9,2-7). Se trata sin duda de la luz de la resurrección del Señor, misterio que ilumina toda la vida de Jesús, también su nacimiento. Sin la perspectiva de la resurrección, de nuestra propia resurrección, las Navidades se nos convierten en puro consumo, en “comamos y bebamos, que mañana moriremos”. No es esa la finalidad de nuestras vidas. Estamos llamados a gozar de la alegría eterna del Señor resucitado, que irrumpió en la realidad de nuestro mundo ya con su nacimiento. Entonces la mayoría de la gente no se enteró, pero los que lo acogieron con fe como María, José, los pastores, Simeón y Ana, vieron sus vidas totalmente transformadas y llenas de la plenitud de Dios que colmaba todos sus deseos.

El nacimiento de Jesús es la liberación de la opresión y del yugo al que estamos sometidos en la cotidianidad de la existencia, una existencia que continúa alienada entre las cosas. Tan sólo abriéndonos a Dios y a los hermanos concretos nuestra existencia es rescatada y adquiere un sentido. Lo llamativo en la liberación que anuncia el profeta es que no viene realizada por un héroe o un superhombre, sino precisamente por un niño. Dios ha querido tener un rostro humano y ha elegido el rostro del niño que irradia totalmente la alegría y la paz de Dios. Que la celebración de esta Navidad les conceda la paz y la alegría que el Señor trajo al mundo. Es lo que yo deseo para todos ustedes.


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