Los invitados no quisieron asistir

15 de octubre de 2017 – 28 Domingo Ordinario

 

Las invitaciones forman parte de la vida social. Recibimos invitaciones a fiestas, celebraciones, conferencias, reuniones parroquiales. A veces es una suerte ser invitado a determinado acontecimiento, otras veces lo consideramos aburrido, pero no hay más remedio que ir. También Dios, como el rey de la parábola, nos invita al banquete de la vida (Mt 22,1-14). Todos nos sentimos llamados a vivir, pero son pocos los que se sienten llamados y elegidos a vivir la vida misma de Dios, la vida del Reino. Los invitados de la parábola tienen negocios más importantes que ir a un banquete de bodas. Consideran que la invitación a entrar en la intimidad de Dios no merece la pena, no añade nada a lo que uno tiene, incluso puede resultar un tanto aburrida. Por eso se van a sus tierras y a sus negocios. Algunos incluso se sienten molestos con los que vienen a invitarlos y los maltratan hasta matarlos.

Jesús, en esta parábola, como en las de los anteriores domingos, interpreta la historia de Israel. Pero esta palabra es siempre viva y eficaz e interpreta también nuestra historia. Nuestro mundo actual pasa de la religión, al menos de la religión vivida en comunidad eclesial. Le resulta aburrida y encuentra mucho más atractivo en sus negocios y diversiones. De esa manera nos centramos cada vez más en las cosas e instrumentos y olvidamos las relaciones personales. Cada vez nos cuesta más dedicar tiempo a las personas, aunque se trate de ir a una celebración festiva. Y desde luego, casi nunca tenemos tiempo para prestar atención a nuestra vida y situarla ante Dios. El encuentro con las personas nos desinstala y nos hace salir de nosotros mismos.

Ante la negativa, Dios no se desanima y sigue invitando a todos al banquete, saliéndonos al encuentro en las encrucijadas de nuestros caminos. La mayoría de la humanidad sigue siendo religiosa y considera su relación personal con Dios como el fundamento de su existencia y de su felicidad.  Dios sigue haciendo una llamada a nuestra libertad y responsabilidad, invitándonos al banquete del Reino (Is 25,6-10). Tan sólo Él puede saciar nuestras inquietudes profundas y realizar nuestros deseos más auténticos.

Cuando uno ha decidido aceptar la invitación a las bodas del Reino, uno tiene que asumir la responsabilidad y las exigencias que comporta. No se puede vivir de cualquiera manera. No se puede presentar uno sin el traje de bodas. Es ahí donde el evangelio pone el dedo en la llaga. La mayoría de nosotros hemos aceptado esa invitación en nuestro bautismo y tratamos de ser coherentes con lo que significa. Pero nos damos cuenta de que no estamos a la altura de las circunstancias y de que tenemos necesidad de una conversión continua.

Jesús dirige su invitación sobre todo a los pecadores; les invita a convertirse, a cambiar de vida. En el fondo todos nosotros necesitamos ese cambio continuo para no dedicarnos tan sólo a nuestros negocios y a nuestras tierras sino a poner nuestras vidas al servicio del Reino, al servicio del banquete de la vida.  Se trata de construir un mundo nuevo en la solidaridad y la fraternidad, empezando por la realidad de nuestro país. Los que más tienen han de compartir con los que menos tienen para hacer posible el desarrollo de todas las regiones y sus habitantes.

Estamos llamados a trabajar al servicio de la vida, de toda vida, sobre todo de aquella que se ve más amenazada y excluida. El mundo actual está montado sobre la exclusión de la mitad de la humanidad. Hagamos en torno al banquete de Jesús una gran mesa a la que puedan sentarse todos nuestros hermanos para poder celebrar la salvación de nuestro Dios. Respondamos con generosidad a la invitación que el Señor nos hace a volver a nuestros orígenes y experimentar un nuevo nacimiento.

 

 


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