4 de junio de 2017 – Domingo de Pentecostés
Hoy día experimentamos una gran dificultad a la hora de transmitir la fe cristiana. Su lenguaje muchas veces se ha hecho ininteligible para el hombre de hoy. Pero no sólo el lenguaje, sino también el tipo de experiencia que comporta la fe cristiana. ¿Cuál es el lenguaje de la fe que puede entender todavía el hombre de hoy? Sin duda el lenguaje de las obras de misericordia, el lenguaje del amor y de la caridad. Es el lenguaje que entiende hasta el bebé. El papa Francisco se ha dado cuenta de ello y no sólo ha introducido una nueva manera de hablar que todos entendemos sino que ha centrado su mensaje en una Iglesia de los pobres y para los pobres.
Es precisamente el Espíritu Santo, el Espíritu del amor del Padre y del Hijo, enviado a la Iglesia el que hizo posible que la fe cristiana fuera comprensible para la diversidad de pueblos y culturas extrañas a la tradición judía, de la que procedían Jesús y sus discípulos. El Espíritu hizo el milagro (Hechos 2,1-11). Él da fuerza a los apóstoles, que estaban encerrados en casa por miedo a los judíos, para salir a las plazas a dar testimonio de Jesús. Él abre el corazón y los oídos de los presentes para entender en su propia lengua las maravillas de Dios. Es decir, el Espíritu reúne la Iglesia, dándole unidad en la diversidad, para poder ser testigo ante todos los pueblos. Es el Espíritu el que pone en el corazón de los pueblos la búsqueda de la unidad, de la justicia y de la paz.
La Iglesia nace de la proclamación del Evangelio, del anuncio de Jesús. No es que primero existe la Iglesia y después empiece a predicar. La Iglesia tan sólo existe en la medida en que anuncia y hace presente a Jesús en el mundo mediante su palabra y sus obras. Esta acción no es una simple acción humana sino que es el mismo Dios el que está actuando mediante su Espíritu. No es que la Iglesia tenga el monopolio del Espíritu, que “sopla donde Él quiere”, pero podemos decir que en la Iglesia actúa con una intensidad especial.
En la comunidad eclesial todos somos protagonistas, porque todos hemos recibido el don del Espíritu, es decir, sus carismas (1 Cor 12,3-13). No tenemos que pensar sólo en dones extraordinarios, como el hablar lenguas extranjeras sin estudiarlas o hacer curaciones. Todos los dones y talentos que tenemos, sean de salud, de inteligencia, de arte y de bondad son dones del Espíritu. Cuando los reconocemos y los empleamos al servicio de la construcción del cuerpo de Cristo y de la comunidad humana, esas cualidades son verdaderos carismas. Cuando, por el contrario, las utilizamos para el provecho propio, para imponernos a los demás, las cualidades siguen siendo dones de Dios, pero no las usamos como Dios quiere.
Nosotros experimentamos que el Espíritu está presente en nosotros porque sabemos que nuestros pecados han sido perdonados ya en nuestro bautismo, antes de que nosotros pudiéramos hacer nada de bueno (Jn 20,19-23). El perdón de Dios ha sido el gran signo de su amor y ha tenido lugar con el don del Hijo y del Espíritu. Éste derrama en nuestros corazones el amor de Dios. Pidamos en esta Eucaristía que el Espíritu sigue renovando su Iglesia para que sea siempre joven y promueva iniciativas nuevas según las necesidades de estos tiempos.