15 de marzo de 2020 – Tercer Domingo de Cuaresma
La Cuaresma este año se está convirtiendo en un penoso camino dominado por el miedo al ritmo de las noticias y de las medidas que se toman contra el contagio del virus. Los creyentes compartimos las mismas preocupaciones de nuestros vecinos y tratamos de mantener nuestra fe y esperanza en el Señor de la vida. Tomamos las precauciones recomendadas por nuestras autoridades e intentamos hacer presente el amor cristiano para con todos los necesitados de nuestra ayuda. De esta manera somos fieles a los compromisos de nuestro bautismo, compromisos que renovaremos en la Vigilia Pascual.
La Cuaresma ha tenido siempre esta dimensión catequética centrada en el bautismo, como sacramento que nos sumerge en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo. El bautismo sellaba un encuentro con Cristo, un encuentro que cambia la vida. La persona afortunada de este domingo no tiene nombre, es simplemente una mujer samaritana, una pagana (Jn 4,5-42). A través de la revelación progresiva de la persona de Jesús, llega a la fe, que hará de ella una misionera en su tierra. El cristiano es un discípulo misionero.
Todo comienza con la irrupción de Jesús en su vida que va a producir un profundo remolino en el interior de aquella mujer. Ella se va a descubrir como un ser sediento, como la generación del desierto (Ex 17,3-7). Experimenta una sed, que hace que todos los días tenga que ir a buscar agua al pozo y que su sed nunca esté saciada. Al escuchar la promesa de un agua viva, su corazón se abre y ve la realidad de su propia existencia. Una vida sedienta de amor, que ha ido consumiendo maridos y ahora vive con uno que no es su marido. Es decir, ha ido pasando a través de diversas experiencias religiosas, alejadas de la verdadera fe.
En el diálogo, descubre que Jesús es un profeta y eso hace que su corazón se abra y dé el salto a la trascendencia, pero ¿dónde encontrar a Dios? ¿Dónde darle culto? Las contradicciones de las opiniones humanas crean una desorientación profunda. Jesús va a ayudarle a ver claro. Dios es Espíritu y hay que adorarlo en Espíritu y verdad. La cuestión ya no es “dónde” sino “cómo”. La sed de nuestra existencia tan sólo puede ser saciada por el Espíritu, que ha derramado en nuestros corazones el amor mismo de Dios (Rm 5,1-2.5-8).
También ella esperaba la venida del Mesías, del Cristo, que lo aclararía todo. Su sorpresa es mayúscula cuando Jesús se presenta como el Mesías esperado. De pronto su vida cambia. Deja el cántaro y se convierte en misionera para su pueblo. Cuando se ha vivido una gran alegría, uno siente necesidad de contárselo a los demás.
Sus paisanos no quieren perderse la oportunidad de encontrarse con el Mesías. Van donde Jesús y lo invitan a quedarse con ellos. También ellos van a creer en Jesús, unos a causa del testimonio dado por la samaritana, otros porque han hecho ellos mismos la experiencia. Ya no sólo han oído hablar de Él sino que han podido escucharlo directamente y descubrir que es el Salvador del mundo. Que nuestro encuentro con Jesús en la eucaristía produzca un verdadero cambio en nuestra manera de vivir y nos convirtamos en anunciadores de la buena noticia de Jesús.