Este es mi Hijo, el amado, escuchadlo

16 de marzo de 2014 – Segundo Domingo de Cuaresma

 Después de tantos años de una Iglesia triunfalista, los fracasos en la evangelización de nuestros países hasta hace poco católicos, nos hace ir  aprendiendo humildad. No tenemos más remedio que decir, como el papa Francisco, “soy un pecador”. La historia reciente ha ido poniendo al descubierto hasta qué punto el pecado está metido dentro de la Iglesia. Nos queda el consuelo de saber que la Iglesia ha de ser ante todo una madre llena de amor y de misericordia porque ella misma necesita del perdón de Dios. Ese perdón nos ha venido a través de la cruz de Cristo. Querer eliminar la cruz de nuestra vida es traicionar a Jesús. Sólo se llega a la resurrección a través de la pasión.

La segunda etapa en nuestro camino hacia la Pascua anticipa el triunfo del Resucitado, que se transfigura ante sus discípulos (Mt 17,1-9). Es a Él al que hay que escuchar. Para vencer las tentaciones, Jesús acudía a la Palabra de Dios. Nosotros tenemos que escuchar la Palabra de Cristo, que es el Verbo de Dios, la Palabra hecha carne. A través de todas las palabras de Escritura descubrimos la única Palabra, que es el contenido de la revelación de Dios. Esa Palabra es realidad, acontecimiento, fuerza, y sobre todo es una persona. Nuestra vida está orientada hacia una persona y no hacia una realidad abstracta e impersonal.

Es en la persona de Jesús en la que descubrimos la meta y el sentido de nuestra existencia. En Él se nos manifiesta claramente la figura del hombre creado a imagen de Dios y que fue deformada por el pecado. Es necesario todo un trabajo de restauración para volver a tener la imagen original. Es Jesús el que ha restaurada esa imagen mediante la acción de su Espíritu. Jesús destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal, por medio del evangelio (1 Tim 1,8-10). El nos introduce en el amor de su Padre. Tan sólo el amor y misericordioso de Dios puede reconstruir su imagen deformada por nuestro pecado.

Celebrar el misterio pascual de Cristo es celebrar nuestro propio misterio, descubrir nuestra realidad más profunda. En Jesús se nos aclara el misterio que somos cada uno de nosotros. Es en Jesús en quien contemplamos el proyecto original de Dios sobre el hombre. Dios nos ha elegido desde toda eternidad en Cristo Jesús para que seamos uno en Él. En Cristo transfigurado descubrimos cuál es la auténtica vocación del hombre. El hombre está llamado a entrar en la intimidad de Dios, que nos concede su propia vida sin romper los límites de nuestra finitud. La meta del hombre es Dios. Sabemos que no podemos alcanzar esa meta, ese sueño de la humanidad de “ser como Dios”, mediante nuestra técnica. Sabemos que es un don de Dios.

Pero para poder acoger ese don de Dios en nosotros hace falta vaciarnos de nosotros mismos, salir de nosotros mismos. Abrahán salió de su tierra, de su parentela y fue a donde Dios le indicó (Gen 12,1-4). Así se convirtió en un gran pueblo y en bendición para todos los pueblos. Dios, origen de toda bendición, asocia a sí a Abrahán para bendecir a todas las naciones. También Jesús  tuvo que vivir su propio éxodo, salir de su vida tranquila de Nazaret y embarcarse en la predicación del Reino. Tuvo que caminar hacia Jerusalén y desprenderse de su propia vida para recibir la vida misma de Dios. Que la celebración de la eucaristía vaya transfigurando nuestras vidas dando un sentido a los sufrimientos de nuestro mundo vividos unidos a Cristo.


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