30 de marzo de 2014 – Cuarto Domingo de Cuaresma
Muchos creen que la luz de la fe pudo servir en el pasado, pero el que ahora quiera emprender caminos nuevos tiene que dejarse iluminar simplemente por la razón humana. La fe sería una luz ilusoria, mientras que los creyentes pensamos que es una luz a descubrir. La cuarta etapa de nuestro itinerario cuaresmal está centrada en el bautismo como iluminación del corazón y de la mente, de la que habla la carta a los Efesios (5,8-14). La curación del ciego de nacimiento va mostrando las diversas fases de esa iluminación progresiva, desde las tinieblas a la luz (Jn 9,1-41). Al principio, no sólo el ciego sino también los discípulos de Jesús, están en la oscuridad. Éstos no comprenden la causa de la ceguera de aquel hombre y se dejan llevar de las opiniones imperantes o de las apariencias (1 Sam 6,1.6-7.10-13).
El milagro pone al descubierto la ceguera de los vecinos del curado, que ya no son capaces de reconocerlo y creen que lo confunden con otro. No sólo los vecinos estaban ciegos sino también sobre todo los fariseos que creen que ven bien. También ellos parecen interesarse por el milagro, pero el relato de lo ocurrido los deja perplejos. Algunos están tan obcecados en sus convicciones legalistas que descalifican a Jesús porque ha curado en sábado. Otros parecen abrirse a la luz y reconocer que un pecador no puede realizar tales milagros. Interrogado el curado sobre la persona de Jesús, empieza a ver claro y lo considera un profeta, un hombre de Dios.
Las autoridades judías, en su obcecación, en su voluntad de negar el milagro evidente, creen que el hombre no era ciego. Para ello llamaron a sus padres. Éstos confirman que era ciego pero no saben cómo ha ocurrido el milagro, o mejor, no quieren saber nada del milagro, pues sería reconocer a Jesús como el Mesías. Esto provocaba la exclusión de la comunidad judía, cosa que ellos no quieren. Por eso se lavan las manos y piden que interroguen directamente al hijo, que es mayor y no necesita que otros respondan por él.
Cerrados en su ceguera, las autoridades inician un segundo interrogatorio del curado, acusando a Jesús de pecador. Es la manera de descalificar su persona y su obra liberadora. El ciego, beneficiario de la obra salvadora, no puede admitir que Jesús sea un pecador. Más bien en el interés de las autoridades por escuchar de nuevo el hecho cree descubrir un deseo de parte de ellas de hacerse discípulos de Jesús. Ellos lo niegan categóricamente y se declaran discípulos de Moisés, el enviado de Dios. El ciego curado sostiene que también Jesús tiene que ser un enviado de Dios porque ha hecho este milagro.
Las autoridades no se dejan dar lecciones de un pecador, castigado por Dios con la ceguera, y lo expulsan de la comunidad. Es entonces cuando es acogido por Jesús, que le pide una fe absoluta en su persona como Hijo del Hombre y Señor. Es lo que el ciego curado confesará, adorándolo como a Dios. De esa manera el ciego ha llegado a la iluminación plena. En cambio los que creen ver no tienen remedio. Están condenados a la ceguera para siempre. Que la celebración de la eucaristía ilumine nuestras vidas con el misterio de Cristo para que también nosotros podamos ser pequeños puntos de luz que indican el camino a los que lo buscan.