16 de agosto de 2020 – 20 Domingo Ordinario
La pandemia del coronavirus nos ha hecho caer en la cuenta de que hay millones de personas que viven amenazados constantemente por virus más terribles, sobre todo el virus del hambre. Hay unas categorías de personas que ya la Biblia resumía: el extranjero, el huérfano y la viuda. A menudo esas categorías se superponían. Y eso que la Biblia no añadía la de ser mujer.
Hoy día se ha añadido el pobre que se presenta como una amenaza para las sociedades ricas. Ya no se trata del pobre que no quiere trabajar sino, por el contrario, del emigrante que busca trabajo y realiza los trabajos que los ciudadanos no quieren hacer. De nuevo en la pandemia se le ha echado la culpa a los temporeros que suelen ser emigrantes y los empresarios que los han contratado han intentado escurrir el bulto al no asegurarles unas condiciones de trabajo dignas. La Iglesia es la institución más globalizada y con más experiencia de lo que sería una auténtica globalización de la compasión y no simplemente de la miseria.
Hoy día los emigrantes extranjeros, hombres y mujeres, nos dan lecciones de fe. Es verdad que ellos, como muestra la escena del evangelio, están atormentados por el peor de los demonios, el de la miseria, y muchas veces tienen que comer las migajas que caen de la mesa de los amos ( Mt 15,21-28). Éstos normalmente son los del país que los contratan y muchas veces se aprovechan de ellos. Muchos probablemente llevan todavía una vida de perros pues no han encontrado un trabajo legal que les permita ganarse la vida con dignidad. En esas situaciones desesperadas, tan sólo se puede esperar un milagro de Dios.
La Iglesia, desde el principio, rompió los estrechos moldes del judaísmo para ir al encuentro de todos los pueblos y culturas y ser verdaderamente católica, es decir, universal. Ella tuvo esa capacidad admirable de encarnarse en la diversidad de culturas sin identificarse con ningún nacionalismo político, sino abierta siempre a la gran comunidad de los hijos de Dios. Los profetas habían tenido ya una intuición de que Dios no podía ser el patrimonio de un solo pueblo sino que también los extranjeros podían entregarse al Señor para servirlo (Isaías 56, 1.6-7).
El gran reto es el pasar de un mundo de amos y “perros” a ser verdaderos compañeros de mesa que pueden compartir el mismo pan. Ése es el ideal cristiano que hacemos presente en la celebración de la eucaristía. Todos sentados a la misma mesa, compartiendo un mismo pan y un mismo vino. El problema es que, cuando salimos de la iglesia, establecemos de nuevo las barreras y discriminaciones que habíamos suprimido al entrar.
La tentación de excluir a los emigrantes es más grande cuando estamos viviendo un período de crisis económica. Tenemos la sensación de que los emigrantes nos quitan el trabajo y el bienestar. Olvidamos fácilmente que ellos han contribuido con su trabajo y esfuerzo al bienestar y la abundancia de hace pocos años. Nuestra solidaridad debe manifestarse en estos momentos de prueba de manera que no queramos descargar las consecuencias de la crisis sobre los colectivos más débiles. Que la celebración de la eucaristía nos dé entrañas de compasión de manera que estemos dispuestos a no excluir a nadie del banquete de la vida al que todos estamos invitados.