Dadles vosotros de comeer

2 de agosto 2020 – 18 Domingo Ordinario

La crisis  económica, consecuencia del Coronavirus, obliga a los gobiernos a discernir bien el empleo del dinero público. Los recortes experimentados años atrás en  asistencia médica, investigación y enseñanza han dejado ahora al descubierto los agujeros del sistema. Está en peligro el desarrollo futuro y la salida de la crisis. Pero también muchas personas se han visto obligadas a renunciar a muchas cosas que se permitían en tiempo de prosperidad económica. Todos tratamos de ceñirnos a lo necesario o conveniente, evitando lo superfluo. Hasta ahora en los países ricos hemos estado gastando dinero en bienes que no alimentan nuestra vida, nuestro deseo de felicidad o de realización personal auténtica (Isaías 55,1-3).

¿Cuáles son los bienes que merece la pena adquirir y que pueden contribuir a nuestra felicidad? El profeta responde sin dudar. La gran realidad que puede saciar los deseos del corazón del hombre no se puede comprar sino que hay que recibirla gratuitamente como don. Se trata de acoger la alianza que Dios nos ofrece, invitándonos a entrar en su comunión de vida trinitaria. Sólo escuchando su palabra y poniéndola en práctica encontraremos la vida.

Nuestra vida tiene sentido y valor sin necesidad de tener comprar la felicidad y el reconocimiento humano. A los ojos de Dios tenemos un valor infinito, por eso Cristo murió por nosotros. Nada nos puede separar de ese amor (Rom 8, 35.37-39). No nos veremos libres de las pruebas, de los problemas, de los zarpazos de la vida, incluso de la misma muerte. Pero la presencia de Cristo a nuestro lado nos hará fácilmente triunfar de todos nuestros adversarios. Nada nos puede separar del amor de Dios, salvo el propio pecado, nuestra decisión de no acoger el amor de Dios.

El amor de Dios nunca es abstracto ni se queda en buenas palabras o puros sentimientos. Ante el hombre sufriente, Jesús siente lástima, pero sobre todo actúa y hace que los demás actúen (Mateo 14,13-21). Nosotros nos conmovemos muchas veces ante las imágenes de la miseria, pero quedamos como paralizados e impotentes. Jesús, no. Sabe encontrar soluciones. No se trata de soluciones milagrosas sino de los milagros de la solidaridad, del compartir, de poner a disposición de los demás los bienes que uno posee.

La Iglesia, siguiendo a su Maestro, ha intentado a lo largo de los siglos venir en ayuda de los necesitados. Siempre ha tenido la impresión de que no tenía suficientes recursos para hacer frente a los desafíos. Y es la verdad. Ni Jesús quiso convertir las piedras en pan ni nosotros somos capaces de solucionar solos todos nuestros problemas. Hace falta implicar a toda la humanidad, porque el problema del hambre puede desestabilizar a toda la humanidad. Jesús pidió la colaboración de los que tenían y así hizo el milagro. Hoy día hay que invitar a todos los hombres de buena voluntad a luchar contra la pobreza y sus causas. Sólo una cultura de la sobriedad, de alianza solidaria entre los pueblos, de disponibilidad a compartir los bienes puede dar una respuesta al problema del hambre.

La celebración de la eucaristía hace realidad la multiplicación del pan de vida. Demos gracias a Jesús porque nos nutre con su cuerpo y su sangre, con su amor. Que nosotros seamos también fuente de vida para nuestro mundo necesitado.

 


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